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sábado, 5 de agosto de 2017

ALLÍ, DONDE DIOS SE ESCONDE



Lo afirmaba Santa Teresa de Jesús cuando aseguraba que Dios andaba entre pucheros. Así que quién soy yo para contradecir a la Santa de Ávila, a toda una Doctora de la Iglesia ni a la Mística española.

Si es verdad, como creo, que la belleza proviene de Dios, entonces Dios habita en la belleza; y si es así, las cofradías son terreno abonado para que Dios habite en ellas.

Lo que ocurre es que muchas veces nos empeñamos en no buscarla, o no sabemos encontrarla. Nos empecinamos en pretender de las cofradías lo que las cofradías no son. Quisiéramos modelarla a nuestra imagen y semejanza, como si fuéramos Dios, cuando no llegamos ni a idolillos de barro y solo conseguimos dar forma, con nuestra pobre condición humana, a lo peor de nosotros mismos y amasamos en la misma arcilla vanidades, orgullos y rencores que conforman la antítesis, la imagen más alejada de la belleza, más alejada de Dios.

Dios, como entre los pucheros de la Santa, también anda, si lo dejamos, entre las cofradías.

Porque a poco que nos lo propusiéramos, mirándolas con ojos de fe, descubriríamos cómo Dios está en la belleza de una imagen, que aunque tallada en madera terrenal, tiene pálpito y hálito divinos. O en la madera que se retuerce en la hojarasca tallada, gloria barroca, en un paso de cristo. O en las puntadas que recrean la hermosura de unas flores (avemarías de oro) en el manto de una Virgen, o la dureza de los cardos (credos de espinas) en la túnica de un Cristo, sobre el terciopelo bordado.

Belleza que se manifiesta en la grandeza de un altar de cultos, no como prueba que deba superar ningún prioste, ni de crítica,  ni objeto de sesudo debate entre cofrades ociosos; sino como tributo de devoción a quienes deben ser el centro de la vida de cualquier hermandad, su auténtica razón de ser: Cristo el Señor, la Virgen y los santos.

La belleza está en el esfuerzo del costalero que hace andar a Jesucristo con zancada poderosa y arrulla con el mimo de una nana, con el suave vaivén de unas bambalinas, a la Santísima Virgen.

Habita en el aroma de las flores de los altares y de los pasos; en la voluta de incienso que se eleva y se eleva, glorificando a Dios, hasta alcanzar el Cielo.

Se manifiesta en el sonido bronco de una corneta, en el redoblar de un tambor, en la música que queda como una estela detrás de un manto cuando el paso de palio se aleja hasta perderse por cualquier esquina sacándonos del ensueño.

Se refleja en el brillo del pan de oro en una canastilla y en la labor repujada de la orfebrería, plata removida, argéntea arquitectura labrada por los cinceles de la genialidad.

La belleza de Dios se materializa, también, en la Caridad, sinónimo del Amor, con que las bolsas asistenciales de nuestras hermandades atienden a los más necesitados, sin importarles credo, ni procedencia, ni incluso religión.

Se asienta en el hombro con el peso de la cruz de un nazareno que camina detrás del Nazareno y emana de la luz de los cirios que forman el camino que preceden los pasos.

Y vive, verdaderamente vive, en la insondable profundidad, como la  naturaleza de su propio Misterio, de un sagrario.

Esta es la belleza de las cofradías, reconozcamos en ellas, como en un espejo, el fiel reflejo de la auténtica Belleza, la que procede de Dios; busquemos la perfección, no la empañemos desvirtuando su verdadera naturaleza, seamos instrumentos que la hagan brillar, y no la manchemos con el manoseo de nuestros propios defectos, ni con lo peor de  nuestra condición. Que seamos capaces de hacerlas brillar como la plata limpia, pues la belleza es intrínseca a las cofradías.

(Reflexiones de verano mientras vamos preparando los enseres de una hermandad para sus cultos anuales)