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domingo, 7 de mayo de 2017

LA VERDADERA RAZÓN DEL ROCÍO


En estas tardes del incipiente mayo, El Rocío, tras su aparente calma de calles medio transitadas, de casas de hermandad cerradas, de sosegada inquietud, parece un inmenso pebetero esperando para arder que se le arrime el mechero de yesca del primer son de un tamborilero o la chispa del primer cohete, hasta alcanzar la plenitud de su fuego en un nuevo Pentecostés. La laguna, llena, crecida con las últimas lluvias lame casi las arenas de la aldea, en una orilla verde de cañaverales y juncos. El sol, como de oro líquido, azulea y perfila en el cielo una espadaña de campanas mudas y encala con miel diluída en el aire la fachada de la ermita.

Dentro, lo mismo que fuera las golondrinas van y vienen de sus nidos de barro asidos a los resquicios de las paredes blancas del santuario, hay un inquieto ir y venir de peregrinos alrededor de la reja del altar mayor.

Al lado, en la capilla del sagrario, un resplandor celeste y plata, como copiado de los lucios de agua de la cercana laguna, entrando por la Puerta de la Marisma se refleja en el repujado del tabernáculo donde Dios vive y se reserva.

En un rincón del templo, como un cofre sin tesoro, como un trono sin reina, en el paso de la Virgen aún amarillea la plata del paso cubierta todavía por el velo que el polvo, la arena y el tiempo le han prestado desde la última romería, y que pronto brillará, como un ascua de luna en su minuciosa orfebrería cuando su Dueña sea entronizada de nuevo en él.

Hasta dentro del sagrado recinto llega, matizado con aroma salobre, el olor de la cera que arde en la cercana capilla de las ofrendas, donde se derriten hecha luz las promesas cumplidas al calor de las llamas de la fe en la Virgen.

La misa va a empezar. Todo se aquieta, todo se remansa. Desde cualquier banco del templo todas las miradas de los fieles, todos los ojos, los del cuerpo y los del alma, confluyen en Ella. Hasta el inmenso portento del retablo parece que se diluye y más resplandece la grandiosidad de la sagrada imagen de la Virgen del Rocío.

Parece ahora en la mística triangulación de su figura aquel triángulo que albergaba el Ojo de Dios y que ilustraba las preciosistas estampas de los viejos libros de catecismo. Pero renovada y actual. En el centro de la imagen, en el centro de todo, como el Ojo de Dios, El Divino Pastorcito, con ráfaga, sin corona, parece ceder la realeza absoluta a su Bendita Madre que lo sostiene y nos lo ofrece entre sus benditas manos, surtidores de joyas; divinas manos “en la que siempre estamos, en las que siempre estaremos”.

Pero es en lo que alberga el óvalo divino de un rostrillo, en lo que enmarca el sol bordado que perfila su rostro donde encontramos y reside la verdadera, la auténtica, más grande y más poderosa razón del Rocío: la inconmensurable, la indefinible belleza de la Reina de las Marismas.

Porque habrá, porque hay inumerables, miles de reproducciones de la Santísima Virgen del Rocío, en imágenes, fotografías, pinturas donde es perfectamente susceptible poder idealizarla..Pero ninguna alcanzará jamás, ni en ninguna encontraremos la perfecta belleza que nos muestra al ponernos delante de Ella. No hay mirada, ni semblante, ni porte tan singular ni más personal. Es la perfección iconográfica; es la belleza tallada y casi hecha carne.

Si el Niño Dios que Ella sostiene en sus manos es el “ojo que todo lo ve”, la Virgen es la que parece estar siempre escuchando, “lo mismo que el pocito, siempre manando”, que decía en sus sevillanas Muñoz y Pavón. Esa expresión de atenta escucha, de comprensión, de receptora de las plegarias, de ofrecer su sonrisa al suplicado perdón, casi de complicidad, a pesar de su imponente majestad, de su aparente sagrada altivez; ese mirar sin mirarnos, ese dulcísimo gesto que aunque parezca que mira hacia el suelo es en realidad a nosotros, a cada uno de nosotros, en verdad a quienes mira, es la que la hace única...Y es su portentosa belleza la que lo justifica todo.

Porque a los que no somos rocieros, y no podamos entender los sacrificios en los caminos, las inclemencias, las incomodidades, los que no sabemos de ese “orgullo por siempre invencío del que tó lo deja pa vení al Rocío”, mirándola encontramos explicación.

Porque los que no sabemos lo que es la Raya Real, ni Cabezudos; los que nunca bebimos agua en el pozo de Lopa, ni cruzamos el puente del Anjolí; los que nunca hemos atravesado en barcaza el Guadalquivir por Bonanza; los que nunca dormimos en los carros, ni cantamos en las noches del camino al calor de una hoguera, ni oímos la misas del alba, ni marcamos nuestros botos en las arenas, los que no sabemos lo que es cantar la Salve al pasar el Quema, ni en la Charca; los que nunca hicimos el camino lo comprendemos todo al mirar a la Virgen del Rocío.

El Rocío es la Virgen, y mucho, muchísimo más. Pero por encima de todo, la Virgen, una fiesta religiosa con perfiles únicos, vivencias, ancestros, ritos y casi ninguna regla. Pero la sola contemplación de la Sagrada Imagen de la Patrona de Almonte basta, sobra y justifica la unirvesalidad de esta romería, y lo que es mejor aún: la desbordada, creciente y sempiterna devoción a la Santísima Virgen del Rocío.

Ayer estuve allí y lo pude comprobar con mis propios ojos.


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