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domingo, 14 de mayo de 2017

INMUNIZADOS

                           

La mañana del día once de junio de 1976, recién abiertas las puertas del templo, cuando los devotos del Nazareno entraron en la capilla de la hermandad en la Parroquia de la Purísima Concepción, se encontraron con la difícilmente olvidable estampa de ver a la Virgen de la Amargura profanada para robarle las joyas que llevaba puestas. La dantesca imagen permanece aún presente en las retinas y en la memoria de los que la vivimos: La sagrada imagen de la Virgen, con las telas del tocado removidas en el intento del ladrón de arrancarle la corona de sus sienes; los brazos de la sagrada imagen forzados y fuera de su sitio; el manto, azul de damasco, desprendido del poyero; la saya, de seda blanca, descolocada, dejaba asomar las enaguas rasgadas y por encima de la peana interior de la imagen... Pero lo que es peor y más doloroso: la Santísima Virgen presentaba la mutilación de dos de sus dedos en la mano derecha. Botín del robo: tres estrellas de la corona, que ni siquiera eran de plata, un anillo de zafiros, otro de rubíes (el fresón), un tresillo de oro y varios broches sin valor alguno... Y el dolor inmenso de ver a tu sagrada titular "manoseada",  manchada, maltratada y violentada por un delincuente sin escrúpulos, que encima, no tenía ni idea del valor de lo robado. Eso fue lo peor y lo más triste.

Si hoy, que se felicita pública y acertadamente a algún que otro hermano mayor por las declaraciones comedidas y juiciosas, por no querer alarmar ni echar más leña al fuego, ante ciertos acontecimientos que hemos vivido últimamente, a la junta de gobierno que regía por entonces los destinos de la hermandad del Nazareno de Huelva habría que haberles hecho un monumento. Nada de manifiestos rimbombantes; nada de comunicados de prensa condenando nada enérgicamente; nada de dar pena. Cuando la parroquia volvió a abrir por la tarde, la Virgen de la Amargura aparecía como si nada hubiera pasado, cambiada sus ropas de arriba abajo y recibiendo la visita de sus devotos que se acercaban al templo al correr la noticia como la pólvora (y no había Internet) por toda la ciudad. Aquella tarde, en la misa de ocho, se celebró un sencillo acto de desagravio y aquí paz y después gloria.

Solo una señora, muy anciana, después de misa, encendiendo una lamparilla en aquel viejo velero y mirando al Señor  predijo lo que ahora está ocurriendo, quizá por haber vivido otros acontecimientos, aún peores y de infausto recuerdo: "Esto es solo el principio. Llegará un día en que lo que ahora nos sorprende, sea lo habitual". Lo clavó.

Con el tiempo, las alhajas de la Virgen aparecieron (escondidas en el bombo de una lavadora metidas en un envase de Cola Cao) y el autor visitó por un tiempo villacandao. Al menos, hubo justicia. Pero eran otros tiempos,  eran otras leyes y otros gobernantes.

Porque poco a poco, gota a gota, como una vacuna, nos han ido inoculando algún extraño narcótico que ya nos ha hecho inmunes al asombro, o sea, que nos hemos idiotizado. Nos tragamos, píldora a píldora y sin rechistar, agresión tras agresión, profanación tras profanación y robo tras robo con lo que nos quieran decir, o como lo quieran llamar. Porque llamanos demente al que le partió el brazo al Señor del Gran Poder o le tiró un cóctel Molotov a una Virgen de Málaga; porque al que escribió la palabra pederastia con trescientas Formas Consagradas ha salido libre de cargos ya que la Justicia ha considerado que este, al menos para mí, hecho sacrílego, se puede considerar provocación, pero no ofensa. Porque denominamos gamberrada las amenazas vertidas en las pintadas, las que día sí y día también leemos en las fachadas de nuestros templos. Porque quemar el paño de altar de una basílica, o rociar con gasolina y meterle fuego a la puerta de un templo de barrio es cosa de delincuentes comunes, Porque...

Y así, hasta el robo de las joyas de la Virgen de la Aurora de Santa Marina.  

Ya es hora de que vayamos abandonando el lenguaje bienintencionado, habría que ir revisando eso tan bonito y tan resignadamente cristiano de "el pasado, pisado" e ir recopilando en la memoria tantos agravios como las cofradías reciben y sin que nadie haga nada, que ya tenemos la otra mejilla moraíta de tantas veces como la hemos vuelto a poner.

Porque mientras no llamemos las cosas por su nombre y se juzguen según el delito, mientras sigamos con el lenguaje buenista esto se seguirá repitiendo. Esto, o cosas peores, como vaticinó hace más de cuarenta años aquella vieja devota cuando profanaron a María Santísima de la Amargura, de la cofradía del Nazareno de Huelva. 

Si no, al tiempo. Dios quiera que me equivoque.

domingo, 7 de mayo de 2017

LA VERDADERA RAZÓN DEL ROCÍO


En estas tardes del incipiente mayo, El Rocío, tras su aparente calma de calles medio transitadas, de casas de hermandad cerradas, de sosegada inquietud, parece un inmenso pebetero esperando para arder que se le arrime el mechero de yesca del primer son de un tamborilero o la chispa del primer cohete, hasta alcanzar la plenitud de su fuego en un nuevo Pentecostés. La laguna, llena, crecida con las últimas lluvias lame casi las arenas de la aldea, en una orilla verde de cañaverales y juncos. El sol, como de oro líquido, azulea y perfila en el cielo una espadaña de campanas mudas y encala con miel diluída en el aire la fachada de la ermita.

Dentro, lo mismo que fuera las golondrinas van y vienen de sus nidos de barro asidos a los resquicios de las paredes blancas del santuario, hay un inquieto ir y venir de peregrinos alrededor de la reja del altar mayor.

Al lado, en la capilla del sagrario, un resplandor celeste y plata, como copiado de los lucios de agua de la cercana laguna, entrando por la Puerta de la Marisma se refleja en el repujado del tabernáculo donde Dios vive y se reserva.

En un rincón del templo, como un cofre sin tesoro, como un trono sin reina, en el paso de la Virgen aún amarillea la plata del paso cubierta todavía por el velo que el polvo, la arena y el tiempo le han prestado desde la última romería, y que pronto brillará, como un ascua de luna en su minuciosa orfebrería cuando su Dueña sea entronizada de nuevo en él.

Hasta dentro del sagrado recinto llega, matizado con aroma salobre, el olor de la cera que arde en la cercana capilla de las ofrendas, donde se derriten hecha luz las promesas cumplidas al calor de las llamas de la fe en la Virgen.

La misa va a empezar. Todo se aquieta, todo se remansa. Desde cualquier banco del templo todas las miradas de los fieles, todos los ojos, los del cuerpo y los del alma, confluyen en Ella. Hasta el inmenso portento del retablo parece que se diluye y más resplandece la grandiosidad de la sagrada imagen de la Virgen del Rocío.

Parece ahora en la mística triangulación de su figura aquel triángulo que albergaba el Ojo de Dios y que ilustraba las preciosistas estampas de los viejos libros de catecismo. Pero renovada y actual. En el centro de la imagen, en el centro de todo, como el Ojo de Dios, El Divino Pastorcito, con ráfaga, sin corona, parece ceder la realeza absoluta a su Bendita Madre que lo sostiene y nos lo ofrece entre sus benditas manos, surtidores de joyas; divinas manos “en la que siempre estamos, en las que siempre estaremos”.

Pero es en lo que alberga el óvalo divino de un rostrillo, en lo que enmarca el sol bordado que perfila su rostro donde encontramos y reside la verdadera, la auténtica, más grande y más poderosa razón del Rocío: la inconmensurable, la indefinible belleza de la Reina de las Marismas.

Porque habrá, porque hay inumerables, miles de reproducciones de la Santísima Virgen del Rocío, en imágenes, fotografías, pinturas donde es perfectamente susceptible poder idealizarla..Pero ninguna alcanzará jamás, ni en ninguna encontraremos la perfecta belleza que nos muestra al ponernos delante de Ella. No hay mirada, ni semblante, ni porte tan singular ni más personal. Es la perfección iconográfica; es la belleza tallada y casi hecha carne.

Si el Niño Dios que Ella sostiene en sus manos es el “ojo que todo lo ve”, la Virgen es la que parece estar siempre escuchando, “lo mismo que el pocito, siempre manando”, que decía en sus sevillanas Muñoz y Pavón. Esa expresión de atenta escucha, de comprensión, de receptora de las plegarias, de ofrecer su sonrisa al suplicado perdón, casi de complicidad, a pesar de su imponente majestad, de su aparente sagrada altivez; ese mirar sin mirarnos, ese dulcísimo gesto que aunque parezca que mira hacia el suelo es en realidad a nosotros, a cada uno de nosotros, en verdad a quienes mira, es la que la hace única...Y es su portentosa belleza la que lo justifica todo.

Porque a los que no somos rocieros, y no podamos entender los sacrificios en los caminos, las inclemencias, las incomodidades, los que no sabemos de ese “orgullo por siempre invencío del que tó lo deja pa vení al Rocío”, mirándola encontramos explicación.

Porque los que no sabemos lo que es la Raya Real, ni Cabezudos; los que nunca bebimos agua en el pozo de Lopa, ni cruzamos el puente del Anjolí; los que nunca hemos atravesado en barcaza el Guadalquivir por Bonanza; los que nunca dormimos en los carros, ni cantamos en las noches del camino al calor de una hoguera, ni oímos la misas del alba, ni marcamos nuestros botos en las arenas, los que no sabemos lo que es cantar la Salve al pasar el Quema, ni en la Charca; los que nunca hicimos el camino lo comprendemos todo al mirar a la Virgen del Rocío.

El Rocío es la Virgen, y mucho, muchísimo más. Pero por encima de todo, la Virgen, una fiesta religiosa con perfiles únicos, vivencias, ancestros, ritos y casi ninguna regla. Pero la sola contemplación de la Sagrada Imagen de la Patrona de Almonte basta, sobra y justifica la unirvesalidad de esta romería, y lo que es mejor aún: la desbordada, creciente y sempiterna devoción a la Santísima Virgen del Rocío.

Ayer estuve allí y lo pude comprobar con mis propios ojos.