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viernes, 25 de noviembre de 2016

NI UN MINUTO DE SILENCIO




Hay que ver lo que les gusta a los políticos, sobre todo si son alcaldes, y cuanto más de pueblo mejor, decretar tres días de luto oficial y poner las banderas a media asta a la primera ocasión que se le presentan, especialmente si se trata de honrar a algún joven de su municipio que murió (con todo el dolor lo digo) en accidente de tráfico cuando volvía de la discoteca con seis más metido en un coche triplicando la tasa de alcoholemia…Pero si estos políticos son diputados en las Cortes, abandonan airados el hemiciclo para no guardar un minuto de silencio por una senadora, al parecer más enemiga política que adversaria, que acaba de fallecer.

Aquí, o calvo, o con tres pelucas; o de eyaculación precoz, o anorgásmicos perdidos; o no arrancamos, o nos pasamos de frenada tres o cuatro paradas, entre ellas la de la decencia, la del más mínimo decoro y la de la más elemental regla de educación, o de cortesía, que de nuevo deja entrever cómo aflora otra vez lo peor de lo peor de las dos Españas, que por perder, está perdiendo hasta la fama de ser la nación de los grandes entierros. Ya ni eso. Ya hasta le quitamos la razón al mismísimo Pérez Rubalcaba cuando dijo con socarronería y acierto que “en España se entierra muy bien”. Pero solo hasta que ha muerto Rita Barberá.

Nunca me han gustado los minutos de silencio, ni los lacitos en la solapa, ni las velas ni los ositos de peluche en el lugar de algún atentado terrorista. No soporto los aplausos cuando sacan de la iglesia el féretro con los restos mortales de la última víctima de la violencia de género, de la violencia machista. Deploro las concentraciones en la puerta de los ayuntamientos de las “fuerzas sociales” con caras circunspectas protestando por una violación, acabando con un aplauso, ¿a quién aplaudirán?, cuando luego los mismos concentrados se niegan a endurecer las leyes contra los criminales. Los homenajes me gustan que se den en vida. O al menos, que se respete la memoria de un difunto. ¿Dónde quedó eso de honrar a los muertos? Buscamos muertos para honrar por las desgraciadas cunetas de la historia, pero humillamos a otros.

Abrir el ordenador estos días y conectarte a Facebook es darte de bruces con la cruda realidad de una sociedad que da alarmantes síntomas de estar enferma, muy enferma, de odio, de rencor, de ira desatada. Leer los comentarios vertidos, mejor dicho, vomitados, sobre la muerte de la exalcaldesa de Valencia es para que se nos caiga la cara de vergüenza o que se te ponga amarilla como un emoticono ojiplático al ver la reacción del personal, de todo tipo de personal, especialmente la de los jóvenes, la de la que según dicen es la generación más preparada de la historia de España. Y la más manipulada... Esta es la cruda realidad de la educación española, a todos los niveles, estratos y clases sociales.
Pero lo que me ha dejado absolutamente perplejo, noqueado, con lo que se me ha caído el alma a los pies, vamos, que literalmente me he quedado con “las patas colgando”, ha sido leer los comentarios de algunos cofrades, no por lo que puedan tener de cofrades, sino por lo que se les pudiera suponer de católicos. Porque a los cofrades se nos debe presuponer otro talante distinto ante algo tan transcendental como la muerte de un ser humano.

Cuando aún resuenan los portazos con los que se cerraban las puertas santas de tantos templos del mundo culminando el Año de la Misericordia, al que tanto jugo le hemos sacado los cofrades, a esta mujer, a esta política, se le ha tratado inmisericordemente. Hablamos, opinamos de ella con una autoridad que pareciera que la conociéramos de toda la vida, desde “chiquetita”. Algunos pontificaban de su labor como alcaldesa como si hubieran nacido en la torre de “El Micalet”, como si se hubieran criado en la albufera de Valencia, entre las cañas y los barros de la novela de D. Vicente Blasco Ibáñez, convencido republicano que nunca hubiera denigrado la memoria de ningún difunto. Seguro.

Sin sentencia legal alguna que la condenara absolutamente a nada, sí que fue sentenciada y condenada por los que guiados por el borreguismo de las tertulias televisivas de sobremesa han dictaminado y pontificado de la vida y obra de la difunta senadora. Amparados en la masa, sentados delante del teclado del ordenador, como el que se sienta en las últimas filas del salón donde se celebra el cabildo general de hermanos de una cofradía con dos candidaturas para armar bronca e insultar, saben ya la sentencia que hubiera pronunciado Conde Pumpido. ¿Dónde está la presunción de inocencia en este país? ¿Dónde, la misericordia con los difuntos? ¿Dónde quedó rezar por ellos?¿Cómo es que no somos capaces de guardar ni un minuto de silencio en el supremo instante en el que una criatura entrega su alma al Creador? ¿Ni eso respetamos ya? Y no se trata de beatificarla, ahora que ha muerto, pero tampoco de satanizar su memoria, ni de ignorar su obra.

Hace años, un compañero de trabajo de sólida formación académica, liberal en lo político, sindicalista activo, cristiano de cultura, no de profesión ni de práctica, tenía (así me lo demostró muchas veces) mucha admiración por los cofrades, porque decía que, en general, demostraban tener cierta cultura y una visión especial de la vida alumbrada por la luz de Cristo. ¿Tanto hemos cambiado en tan poco tiempo? ¿Tanto nos hemos mimetizado con el entorno, con lo peor de la sociedad, de la política, que no somos capaces de distinguir lo que pueda opinar un católico de lo que opine un militante radical, de izquierdas o de derechas, me da igual? ¿No sabemos separar al adversario en las ideas del ser humano?

D. Jesús Nieto, mi profesor de Religión en bachillerato con el que, por cierto, me llevaba fatal, me enseñó a rezar por los difuntos, fueran quienes fueran. Me contaba que allí donde había un duelo, aunque no conociera a nadie, entraba y rezaba por el fallecido. Y yo, después de tantos años, sigo con esta, al parecer, ya rara costumbre de rezar por nuestros difuntos,y no solo en la misa de reglas de noviembre..

Dijo el cardenal Cañizares en el funeral, que “ya su alma se habrá encontrado con Dios, que no juzga como los hombres”…Eso espero y deseo. De lo contrario, valiente Eternidad nos espera.


Que la Virgen Santísima, “Mare de Déu dels Desamparats”, le abra las puertas del Paraíso y allí, el Juez Supremo, Dios Nuestro Señor, la juzgue con Misericordia , Amor y benevolencia, y no con la mezquindad, el odio y el rencor con que la juzgamos los hombres en la Tierra, jugando a ser jueces y jugando a ser Dios. Descanse en paz. 

lunes, 7 de noviembre de 2016

NI EN SUS PIES NI EN SUS MANOS



Ni en sus pies. Ni en sus manos. Ni tan siquiera en la poderosa zancada que define el inconfundible perfil de su figura, como una sombra chinesca proyectada sobre la pantalla morada y difusa de incienso en una madrugada cualquiera de cualquier viernes santo. Ni en las manos que recibe el beso ininterrumpido de la ciudad desde que amanece el Domingo de Ramos hasta que agoniza el Martes Santo en la plaza de San Lorenzo. Ni en el talón de su pie derecho que, al contrario de lo que sucedía con el de Aquiles, es precisamente el punto más invulnerable de la devoción de Sevilla, por auténtica, por sincera, por indestructible. No, ni en sus manos, ni en sus pies: El Imperio, el Poder y la Gloria de la sagrada imagen de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder reside en su mirada.

Y es que todos buscamos la ayuda del Gran Poder de Dios en la mirada del Señor. Otra cosa es que se le pueda aguantar, que se le pueda sostener la mirada por mucho tiempo, porque como cualquier padre del mundo, el Gran Poder parece que mira a cada uno de sus hijos según las circunstancias…y las necesidades de cada uno.

A veces clemente, misericordiosa, bondadosa; otras, la mirada del Señor se nos muestra tosca, dura, se torna áspera, y hasta terrible. Pero nunca esquiva. Hasta pudiera ser que al mirarnos en el azogue grisáceo de sus ojos, viéramos reflejado con infalible precisión, como en un espejo de enorme fidelidad, la realidad de nuestra propia imagen, de nuestra propia existencia, de nuestro propio interior desnudo, sin maquillajes, sin retoques, reflejada fidedignamente en ellos.

No sabría decir si por eso, o por lo que fuera, recuerdo que la primera vez que vez que me acerqué a la imagen del Gran Poder, a la que el calificativo de portentosa se le queda chico, no me gustó. No era “bonito”, no era estéticamente agradable a los ojos de aquel muchacho que solo la conocía por las postales Escudo de Oro, y porque entonces las distancias y los tiempos eran el doble hasta que llegó la (al menos para mí) bendita A-49. Así, encuentro tras encuentro, comprendí lo que el Gran Poder nos dice a través de su imagen, descifré ese celestial mensaje que nos ofrece tallado en la divina madera de su rostro, de sus pies y de sus manos…Y en el de su inescrutable mirada.

Siempre he defendido que por encima de cualquier otra consideración y circunstancia, es la imagen titular la que configura fundamentalmente el carácter de una hermandad, cuanta más conexión hay entre ambas, imagen y hermandad, cuanto más respeto hay de la segunda hacia la primera y más se identifican, más grandiosa es esta última.

Estos días hemos comprobado que en el caso del Gran Poder, la imagen del Señor es fiel reflejo de su cofradía. O mejor dicho, justamente al revés. Porque siempre, y con más insistencia en estos días, me he preguntado qué es lo que buscamos al acercarnos al Señor, y la respuesta no ha podido ser más rotunda, más clamorosa ni más contundente: lo buscamos a ÉL, a su Sagrada Imagen, a su mil veces demostrado Gran Poder. Sin aditamentos cofrades, sin distracciones ni diatribas. Buscamos en el Señor, en su inigualable unción religiosa, la presencia de Dios.

No vamos a la Basílica de San Lorenzo para sorprendernos con el virtuosismo de ningún prioste innovador y “valiente” jugando con lo sagrado. No buscamos alardes de un vestidor retorciendo telas y ni siquiera la mayoría de las veces lo pretendemos ver revestido de bordados, aunque la estampa sea insuperable. Nunca esperamos al apartar el esterón de la puerta encontrarnos con ningún alarde estético buscando el aplauso fácil del cofrade que ve en esto una afición de coleccionista. Ni siquiera consideramos la muchedumbre arracimada en torno a Él una tarde de jueves laborable, o durante su estancia en la catedral, o en la mañana luminosa del domingo de regreso a su casa como un mérito especial. Hoy, cualquier dolorosa de cualquier hermandad con un paso de medio pelo, siempre que lleve palio y se le toquen marchas flamenquitas, es capaz de llenar la Avenida. No es ningún mérito.

El mérito está que cuando se recoge en su templo, el gentío sigue postrándose ante su Gran Poder, día a día, viernes a viernes, año tras año, siglo tras siglo.

El mérito es que el pueblo fiel lo sigue buscando por las calles en Semana Santa, cuando en sus madrugadas no hay música, ni coreografía de costaleros, ni llueven pétalos de los balcones, ni niñatos “cangrejeando” con las manos enrojecidas de tocar las palmas…No es cuestión de puritanismos, de falsos “postureos” ni de ortodoxia fingida. Es que al Gran Poder se va a otra cosa. Es otra Semana Santa, ni mejor, ni peor, pero diametralmente distinta a todas.

El mérito es que la estética de su cofradía, que también existe, se encuentra sometida, cuando no aplastada, por la imponente imagen del Señor, y por el juicio siempre acertado y prudente de su hermandad, que sabe perfectamente el tesoro que tiene en sus manos.

El mérito es la naturalidad con la que su hermandad ofrece a todos, sin preguntar afiliación ni lugar de nacimiento la inmensidad devocional del Gran Poder.

Por eso nada nos distrae. Así, al ponernos en su presencia, es su mirada la que nos habla, la que sin que pronuncie palabra alguna hace que sin darnos cuenta en un momento estemos poniendo en sus manos todo nuestro ser, como si en nuestro interior se desactivara cualquier mecanismo que nos impidiera guardar silencio, como si se disolviera cualquier resistencia a hablar con Él. Y la oración fluye. Y la confidencia aflora a la superficie hasta ahora sumergida en no sabemos qué aguas, quizás acerbamente amargas.

No hay mirada más tierna mirando a un niño. No hay herida más abierta que su mirada clavada en la nuestra cuando nos sabemos culpables, más que pecadores y no hay mirada más limpia de gratitud en unos ojos como la que le vi en su rostro esa mañana de domingo, cuando noviembre se vistió de azul y todo el mundo aclamó en silencio que Él es el Señor y todo el mundo fue testigo, una vez más, de su inmenso, humano y divino Gran Poder.

Como en Belén hace más de veinte siglos, ayer en Sevilla se vivió de nuevo la Epifanía y el Señor volvió a manifestar a todo el mundo el Gran Poder de Dios, ese que reside en la mirada del que habita en San Lorenzo. Os aseguro, os juro que yo lo vi.