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domingo, 16 de noviembre de 2014

EL TIEMPO ENTRE DOS CORONAS



Escribo esto, Reina y Madre del Polvorín, en la celebración de setenta y cinco aniversario de la fundación de tu hermandad, y para saldar una vieja deuda que tenía contraída, primero contigo, Señora; y con otra señora, amiga del alma, que nació un Miércoles Santo justamente cuando  regresabas de tu triunfal procesión por las calles de Huelva y en el mismo instante que entrabas en el templo, y que por eso lleva tu bendito nombre, Victoria.

A Ti, a tu hermandad, a toda Huelva: Feliz aniversario.

EL  TIEMPO  ENTRE  DOS  CORONAS                 

Dicen que el tiempo es el espacio entre dos recuerdos. Si es así, qué pronto ha pasado el tiempo...Y qué pronto ha pasado la vida.
Dos instantes, dos momentos, dos cortes en la línea de sucesión de los días anclados en la memoria. Y marcados por una misma sonrisa y por una misma mirada que desandando el tiempo me hacen regresar a un ayer, quizás demasiado lejano. 

Llovía. En la desapacible tarde de aquel veintitrés de diciembre, de no recuerdo qué año, algo distinto sucedía en la Iglesia del Sagrado corazón de Jesús. Como cada víspera de Nochebuena, la Sagrada Imagen de La Santísima Virgen de la Victoria había sido descendida de su altar para su anual besamanos. Vestía la saya de tisú de Esperanza Elena Caro, manto celeste brocado en oro y una toca dorada. Se mostraba como siempre, radiante, sublime perfecta. Pero algo le faltaba: no llevaba corona.

A un lado del presbiterio de su capilla, sobre una mesita vestida de damasco rojo, recostada sobre un cojín de terciopelo, una corona nueva aguardaba para después de ser bendecida e inciensada, serle impuesta a la Virgen del Polvorín. Acto seguido, después de aquella íntima e inesperada coronación en aquella tarde del incipiente invierno, al besarle la mano por primera vez, un niño que empezaba a sumergirse  en el mundo de las cofradías quedó impresionado por los ojos y la sonrisa de aquella Virgen, en ese difícil equilibrio de dolor y sonrisa en el inmaculado rostro de la Virgen de la Victoria.  

Porque la Reina del Polvorín sonríe más con los ojos que con la boca. A la Virgen de la Victoria le penetra por los ojos, vivos de cal negra, todo el dolor de la Humanidad y, una vez tamizado en el crisol de su Divino Corazón, nos lo devuelve en el céfiro suave de una sonrisa esbozada entre el rubí de sus labios, como dos pétalos de coral rojo.

Y permaneciendo inalterables, esa mirada, esa sonrisa, se eternizan en el reloj sin agujas que marca los días de la historia de Huelva. Mide el devenir de nuestras vidas, minuto a minuto, gota a gota, con el reloj de cera que se derrite y se congela en la candelería de su portentoso paso de palio, donde el tiempo se licua y se solidifica al ritmo de la mecida de sus bambalinas, del cimbreo de sus varales, como doce alabardas que custodian la celestial realeza de su señorío, en el alcázar-fortaleza de su paso de palio.

Por eso, cuando cada tarde de Miércoles Santo la Victoria avanza para reconquistar el corazón de la ciudad, cuando se nos adentra por un sendero de calas, por una alameda que nos lleva y nos trae a la gloria como en el mejor cante de ida y vuelta, parece que viniera retándonos, pidiendo guerra con la hermosura de su rostro, dejándonos heridos en el corazón con la munición más poderosa que guarda el inmenso Polvorín de su belleza entre el fuego cruzado del destello cristalino de sus alhajas: su mirada y su sonrisa.

Pero el tiempo pasa rápido, demasiado rápido. Aunque parezca que fue ayer desde que aquel niño quedara asombrado al besar por primera vez la mano de la Virgen de la Victoria hasta que otra tarde volviera a marcarle, esta vez en el corazón y para siempre, ha pasado mucho tiempo, demasiado tiempo...

Llovía otra vez como en aquella lejana tarde de diciembre. Pero esta vez, en mayo. Dentro de la parroquia de la Purísima Concepción, una mezcla de ansiedad, de temor y al mismo tiempo de confianza, retenía en el templo a la Virgen de la Victoria. Fuera, la ciudad se impacientaba por llevarla hasta el altar donde se coronaría canónicamente. Cuando el sol apareció y llamó a la puerta de la iglesia abriéndola de par en par, el cielo de Huelva, que ese cinco de mayo tuvo después el mismo color que tiene el cielo del Barrio Obrero cada tarde de Miércoles Santo, el mismo color de ese mar de antifaces azulinas que la preceden, le dibujó en el espacio un arco iris triunfal, que le recordara al arco Reina Victoria.
Fue entonces cuando antes de salir camino de la Plaza del Ayuntamiento, la Virgen de la Victoria giró su paso de palio y miró a Nuestro Padre Jesús Nazareno con la misma sonrisa que muchos años atrás había mirado a aquel niño. Y de golpe, el tiempo se hizo nada y se hizo eterno.

Y como no hay mejor homenaje para un hijo que el que se le haga a su Padre, esa mirada al Señor en el día de su multitudinaria coronación canónica se fundió en la memoria, como en un largo abrazo de años, con la de aquella otra íntima en aquel remoto invierno, cerrando un paréntesis de un tiempo entre dos coronas  donde la Semana Santa de Huelva ha ido  creciendo y modelándose al amparo de su mirada, alentada por el aire suave, casi de brisa marina, de su misteriosa sonrisa.

Quien no lo haya visto, quien no haya tenido la dicha de sentir alguna vez en sus propios ojos esa sonrisa y esa mirada, que vaya a verla en el último amanecer de este mes de noviembre, cuando salga de su templo  con las luces del alba...Del alba que anuncia su  Eterna Victoria.