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jueves, 25 de abril de 2013

LAS CAMPANAS DE LA ESPERANZA


Como hizo durante tantos años de su vida acudió solícito a la llamada de la Virgen, inmediatamente. Imitando a su Cristo, Juan Manuel expiró cuando las campanas de la Esperanza llamaban a la sabatina, a la misa y a la salve. No lo dudó, lo dejó todo y compareció ante su presencia. Solo que esta vez, este inesperado reencuentro con Ella, con la Bendita Rosa de San Francisco, ya será  para siempre.

No me gustan los lazos negros, ni en el varal de un palio, ni en la canastilla de un paso de Cristo, ni por duplicado sujetando una vara en unos respiraderos. Nunca tendré claro qué criterios hay que seguir para honrar la memoria de un hermano colocando un crespón, o qué criterios seguir para no hacerlo, ¿dónde está el manual que lo diga, la regla que lo contemple? Por eso nunca hubiera querido escribir esto que ahora escribo. Por eso, y porque si por "ser mucho de" se pone luto en un varal, ¿qué habría que hacer entonces para honrar la memoria de este cofrade, brillante como pocos, que se nos fue?  

Todo, o casi todo, se ha dicho ya de Juan Manuel Gil. Con justicia se ha alabado sus muchas virtudes. De él se ha ponderado su capacidad de trabajo, de organización. Nos hemos referido a su seriedad, seriedad que en él nunca fue sinónimo de tristeza,  de su concepto de la medida, de su templanza, de su honradez, de esa acendrada  costumbre de no darse importancia en las empresas que emprendía, y que en su mano eran garantía segura de éxito; en definitiva de su habilidad de no figurar en nada estando detrás de todo. Líder sin imposturas, contertulio indispensable, y consejero excepcional. Solo había que apreciar un gesto suyo para intuir lo que sí o lo que no. Los que lo conocieron bien me entienden. Generoso en todos los aspectos, nunca negó ayuda a ninguna cofradía que se le encomendara, si con ello repercutía en el bien de la Semana Santa, y en el de la Iglesia, a la que sirvió sin reservas. Hoy muchos se han subido al carro, mientras Juan Manuel fue quien ideó, construyó y buscó quien financiara el carro. Abrió caminos que nadie hasta entonces había trazado. Difícil, muy difícil concebir hoy la Semana Santa de Huelva sin su aportación. Sería imposible desglosarlo aquí. Su claridad de ideas de lo que debe ser (y sobre todo de lo que no debe ser) una cofradía le llevó a decir que en la actualidad que un cofrade comprometido no tenga responsabilidad de gobierno en ninguna hermandad deberíamos considerarlo más que un castigo, un premio, dado el erróneo derrotero que en algunos aspectos van tomando las cofradías. Siempre sincero, transparente.


 Pero creo que todo esto no hubiera sido posible sin su proverbial sentido de la rectitud, que no quiere decir severidad, ni altivez, todo lo contrario: haciendo alarde de esa sincera y auténtica naturalidad que fue siempre marca de la casa. Ni por supuesto sin el sentido de hombre de iglesia que él jamás disoció de su condición de  cofrade. Su dicho, su deseo de "no enojar al Señor", ni siquiera en la adversidad de su cruel enfermedad, fue máxima en su vida.

Tanto es así que una de sus mayores habilidades fue la de  saber esquivar los reconocimientos. Poca gente sabe que en su día el Ministerio de Defensa de España tuvo a bien concederle la Gran Cruz al Mérito Naval, que jamás lució. O al menos yo nunca lo vi. Supimos, por un artículo colado sin su consentimiento en las páginas de un periódico local, de la concesión a este irrepetible cofrade del único Llamador de Canal Sur que se haya otorgado en Huelva, hasta supo salirse por la tangente de las estrellas cuando un grupo de amigos quisimos rendirle un más que merecido homenaje por la concesión de la medalla Pro Eclessia et Pontífice, máxima distinción con que la Iglesia Católica honra a un seglar y que concede el Santo Padre a petición de una diócesis. Cuenta quien estuvo presente cuando le comunicaron la concesión de este honor que respondió con un escueto "se agradece".

Así era Juan Manuel, y quizá por ser así no es de extrañar que en su duelo coincidieran amigos, cofrades, sacerdotes, obispos, concejales, el alcalde... Y que en su misa de "Corpore in sepulto" se llenara por completo la Parroquia de la Concepción, como para día de culto grande y solemne, tanto que parecía que en cualquier momento iba a salir por la puerta de la sacristía su queridísimo sacerdote D. Carlos Núñez arrastrando la capa pluvial y los latines,  guisopo y asperge en mano, para rociar su féretro. Juan Manuel estaba como en su casa, a la que cada Miércoles Santo llegaba acompañando a una cruz y salía alumbrado por la luz de un cirio, renovada su fe y su compromiso en la estación de penitencia de su cofradía.

 Y desde allí, desde la Concepción, un último viaje. No se podía marchar definitivamente de este Mundo quién fuera piedra angular en la construcción de su iglesia sin una postrera visita al templo donde habita la Esperanza. Esa sí que fue su verdadera casa.

¿Quién ha dicho que las campanas de Santa María de la Esperanza tocaban a duelo, que sonaban tristes ese triste domingo por la tarde? A pesar del doloroso trago, para mí que tocaban a arrebato, a gloria por el hijo que entraba triunfal en la casa de su Madre. En los ojos de la Virgen , esa tarde todavía más color miel, se reflejaba toda la vida de Juan Manuel, que llegó revestido de viejo nazareno  por las mejores camareras que nadie pudo tener, porque a ver quién puede decir que las Hermanas de la Cruz lo haya vestido de nazareno, nada más y nada menos que  para presentarse así ante el Padre Eterno.

 Y para que la luz lo guiara al Paraíso, como si fuera un cirio pascual preso de una filigrana de plata, su libra de cera de mayordomo presidía inhiesta su cabecera. Y ya allí, al entrar en la "celeste morada" que reza la salve de San Francisco, en un cielo transfigurado de verde esmeralda, como de manto de tisú nuevo, cara a cara, de pie ante Ella, la habrá saludado como siempre hizo en la Tierra, con un "Esperanza Marinera, Dios te salve".

jueves, 18 de abril de 2013

PRELUDIANDO EL ROCÍO


No hacía falta que mirara el calendario para saber que la primavera estaba entrando en la ciudad por la puerta grande donde empezaba un camino, su camino. Desde que en el amanecer del Domingo de Resurrección, en el duermevela arrastrado por el cansancio de la recién terminada Semana Santa, me despertaba el tamboril y la flauta que acompañaba a la vaca de Cambra y hasta que el martes después de Pentecostés la hermandad entraba por el viejo camino de San Juan, todo en Huelva presagiaba El Rocío. Caballistas  (heraldos de la romería) por la carretera de La Ribera, cohetes anunciando el triduo, el traslado de la carreta del Simpecado con los lazos de colores (lleva uno negro, este año hay luto, me decían) y con las flores ya puestas, con los colores de la bandera de España en ese regio remate de la corona real, tan de Huelva, tan nuestro, desde la Placeta hasta su parroquia en la Isla Chica.....

Pero la certeza de la inminencia de la romería no tomaba definitivamente carta de naturaleza en mi calle  hasta que Candelaria no empezaba a preparar el carro a las puertas de casa.

Candelaria era rociera de las de antes, de las de siempre. Para ella primero era la Virgen, luego la Virgen y después la Virgen. Jamás la vi vestida de flamenca, o de gitana, como ustedes prefieran, ni falta que le hacía para que tuviera toda la gracia. Ya mayor, con su marido, y sin hijos, este matrimonio siempre vivió por y para el Rocío. Pero para el Rocío de antes, que no presupongo ni mejor ni peor que el de ahora, pero seguro que distinto, por más auténtico.

Todo empezaba, como digo, con un carro vacío sobre la amplia acera de la avenida de San Antonio, o incluso en mitad de la plazoleta del Huerto Paco, a la sombra de los plataneros cada vez más cuajado de hojas en la plena primavera. Carro al que primero cubrían con unas telas de sábanas, blancas como la nieve, y al que después se le colocaban los arcos de flores de papel picado que pacientemente habían estado haciendo  en las tardes de camilla y copa de cisco con olor  a alhucemas, del invierno. Luego las cortinas, con sus flecos de canutos hechos con papel de plata, como caireles de bambalinas de palio, utilizando de molde el tubo de un bolígrafo. Y, para concluir, las fotos enmarcadas de la Virgen, dos cornucopias y el remate sobre el techo de una colosal canasta de flores, y por supuesto el cartel de "¡Viva la Virgen del Rocío!" y otro con "¡Viva la Hermandad de Huelva!", a ambos lados .

Ya, casi en la víspera de la partida hacia la aldea, un olor a roscos fritos que los chiquillos ayudábamos a amasar , a habas enzapatás, a vino blanco custodiado en garrafas de vidrio verde que conformaban el costo para la fiesta, inundaba el portal y se colaba por el patio de las casas, mientras en la radio de cretona sonaban sevillanas bíblicas de los hermanos Toronjo, o aquellas de " se enamoró mi caballo de una yegua de Castilla" , de los Hermanos Reyes . Culminados los preparativos, todo se iba colocando cuidadosamente en el trascón de aquel viejo carro, dispuesto como un impresionante vergel de flores para presentarse ante la Blanca Paloma el sábado de romería por la tarde.

La mañana de la salida, muy de madrugada, Candelaria y Antonio, su marido  (que presumía de haber participado en la construcción del monumento a la Fe Descubridora, en la Punta del Sebo) como dos chiquillos, nerviosos, salían de casa antes de amanecer para oír la misa de romeros. Él con sombrero de ala ancha, camisa blanca y pañuelo al cuello; ella, bata negra con lunaritos blancos y pelo recogido en un moño y sus inseparables pendientes negros de azabache, como siempre. Así se despedían de nosotros y subidos en el pescante los veíamos alejarse con el repiquerteo de los palillos y las panderetas fundidos con los cascabeles de los mulos del tiro, con cierta pena por los que siempre nos quedábamos, pero felices al encuentro de la Virgen, en la cascada de flores temblorosas y brillos plateados de su carro.

Pero recuerdo que lo que más me gustaba era a la vuelta. Los críos esperábamos impacientes las estampas y medallitas de la Virgen, las nueces y los piñones que Antonio y Candelaria nos traían, pero sobre todo, cuando nos sentaba en sus rodillas y con un brillo imposible de definir nos contaba la romería. Salían por sus ojos las luces de colores de las antorchas de los rosarios; nos hablaba entusiasmada de la mucha gente que había habido en la Misa del Real, "este año más que nunca"; de la tarde del domingo sentada en la vieja ermita; de la gracia de unos bailes, de lo hermoso de unos cantes. Y de levantarse con las primeras luces del Lunes de Pentecostés para ver salir a ras de suelo a su verdadera razón de vivir: La Virgen del Rocío. Todo acababa con el olor seco y ácido del polvo gris del carburo gastado en alumbrar el carro las noches de camino tirado en el suelo de la calle.

Recuerdos en sepia que parecen reavivar sus colores en estos días, preludios de su romería, en que la Virgen volverá a mostrarse otra vez como Patrona por las calles de Almonte, como Pastora de la nostalgia en el viejo Camino de los Llanos en su viaje de regreso y como Reina de las Marismas en su aldea.

Sirvan estas líneas como homenaje a aquellos viejos rocieros que supieron poner los cimientos para universalizar la más hermosa romería del Mundo en honor de la Virgen, y por haber abierto un camino que llega desde Huelva hasta Rocío.



jueves, 11 de abril de 2013

LLUVIA EN LA CARA, LLUVIA EN EL ALMA


No ha cumplido aún los dieciocho y este año, en esta Semana Santa, se iba a  estrenar como costalero en el paso de Cristo de su hermandad. Desde que convenció a sus padres para que lo dejaran, desde el primer ensayo, desde que sacó la parihuela de ensayo del almacén la primera vez, no había meta mayor ni ilusión más grande para este muchacho que la de llevar sobre los hombros a su Cristo el día de salida. Nada superaba ese soñado objetivo que acariciaba desde pequeño.

Salió de casa, costal bajo el brazo, y mirando al cielo. La cosa no pintaba bien. Todo el día estuvo aguantándose pero ahora llovía y el aire húmedo no hacía presagiar nada bueno. Camino de la iglesia se puso en lo peor y se fue haciendo a la idea de que el momento que hacía años esperaba, que desde que tiene uso de razón tanto y tanto deseaba, se le podía escapar de entre las manos y la lluvia podría dar al traste con el anhelo de su todavía corta vida.

 Llegó la hora. Entró con el resto de la cuadrilla en el templo, gesto serio, severo, como de novillero debutante en plaza grande. Los pasos ya estaban encendidos y la cofradía formándose. Flotaba en el ambiente cierto aire de pesimismo, aunque siempre albergaba la esperanza de que la hermandad, su cofradía desde la cuna, pudiera salir en procesión.

Andaba el chaval absorto en el rostro de su Cristo cuando anuncian por la megafonía de la iglesia que el hermano mayor, con cara circunspecta y semblante abatido, se iba a dirigir a los hermanos que abarrotaban el templo. Y efectivamente, como era previsible, anuncia que la cofradía no saldría por las adversidades climatológicas y sus palabras se refrendan con una ovación de apoyo de la mayoría de los hermanos. Él, el chaval, no aplaudió. Intentar explicar la expresión, mezcla de decepción y sensación de vacío y tristeza, en el rostro de aquel muchacho sería tarea imposible.

Poco o nada le consolaban las palabras de un hermano vestido de túnica, ya veterano y curtido en mil batallas en su hermandad, que estaba a su lado. De nada sirvió que le dijera que la junta de gobierno de la hermandad había tomado una sabia decisión, que para un cofrade de verdad, de los de una pieza, la Semana Santa no suponía más que un accidente, maravilloso, único, la razón de todo, pero accidente al fin y al cabo a lo largo del año. Le habló de la belleza de ir una tarde de Pascua a la iglesia y ver a la Virgen vestida de blanco, de rezarle un rosario con esa luz tan abierta y tan diferente del mes de mayo. Le recordó los momentos que le quedaría por vivir durante el año con amigos conviviendo en la casa de hermandad. Le comentó que reparara en la grandeza de ver a las imágenes en el altar de cultos entre un cañaveral de cirios, de la emoción venidera de un nuevo besapié al Señor, de la ternura del besamanos de la Virgen, y de la satisfacción que se siente viendo y participando en esa interminable fila de hermanos haciendo protestación de fe el día de la función principal de instituto de la hermandad, después del quinario. O sencillamente del encuentro con Él, con el Cristo de su hermandad, hecho eucaristía en las misas de domingo.

Al viejo nazareno, sentado al lado del muchacho en un banco de la iglesia, le devolvía la memoria momentos parecidos al que vivía por vez primera el nuevo costalero. De tiempos que cuando, llegada la hora, se miraba al cielo: si estaba bueno se salía y si llovía se quedaba la cofradía en casa. Maldecía los partes meteorológicos que, o creaba falsas esperanzas intentando negar la evidencia de la lluvia, o porque se equivocaban, de todas, todas. Recordaba su primera estación de penitencia con  su hermandad; de los años, pocos, que el tiempo la dejó sin salir, de poner la cruz de guía en la calle más tarde de su hora, de regresar corriendo dejando las saetas en la boca de los saeteros, de la cola del manto de su Virgen empapada. Intentó de nuevo convencer al joven de que esa, aunque dolorosa, había sido la decisión más adecuada. Niño, le dijo: "¿tú sabes el espectáculo que es ver a tu Cristo ensopao, corriendo por la calle? El Señor no se merece esto."

Es verdad que las lágrimas se contienen hasta que alguien te abraza. El viejo cofrade abrazó al muchacho y el joven dio riendas sueltas a lo que por hacerse más hombre había reprimido y el llanto venció a su pudor. Después de rezarse la estación de penitencia que se hizo en el interior del templo, los dos cofrades, el joven y el viejo, el nuevo costalero y el veterano nazareno, se despidieron. Antes de irse, un último consejo del vetusto cofrade: "Y chaval, al Señor nunca hay que pedirle cuentas de nada, ¿eh?"

 Salieron ambos de la iglesia camino de casa. Fuera seguía lloviendo. Por las calles semidesiertas, con el brillo de charol con que la lluvia cromaba el suelo y cada uno a su manera, los dos iban haciendo la más amarga penitencia y a los dos la lluvia les mojaba la cara. Al joven se le confundía con el llanto; al viejo, lo que la lluvia verdaderamente le mojaba era el alma: "El año que viene, si Dios quiere, si me tiene aquí....."

En el altillo del ropero de la casa de cada uno dormirán el costal y la túnica, los dos con la humedad de la lluvia, y de las lágrimas. Al joven se le secarán pronto, cuenta las semanas santas hacia adelante; pero las del viejo, ¡ay!,...Las del viejo le van a costar más trabajo.

¿Qué tendrán las cofradías?¿Qué veneno nos dan las hermandades para que a pesar de muchas cosas no nos desliguemos de ellas del todo, aún en momentos de adverdidad? ¿De qué pasta están hechas para que a todos, jóvenes y mayores, nos haga aflorar sentimientos hacia ellas que si no se es cofrade es imposible de entender?

La única explicación estaría en que la celebración de la Semana Santa fuera patrimonio de la emoción. No tiene más remedio que ser por eso. Seguro que es por eso.

jueves, 4 de abril de 2013

DE LA SEXTA A CANAL SUR


Ni entiendo el revuelo que se ha formado con el programa de la Sexta en el que se ridiculiza a la Semana Santa de Sevilla, ni tampoco entiendo esta exaltación (principalmente en las redes sociales) al humorista de Canal Sur Manu Sánchez. Ni tanto ni tan calvo.

No es nada nuevo lo de intentar ridiculizar a las cofradías. Así, de pronto, se me viene a la memoria  un par de ejemplos que por lo llamativo dieron mucho que hablar en su momento.
Recuerdo un libro de fotografías subvencionado por la Junta de Extremadura y que firmaba un tal Montoya (sin premio), donde se mostraban imágenes pornográficas (literalmente) de la Virgen, de Cristo y de los Santos con obscenidades indescriptibles. O la imagen  de una modelo semidesnuda travestida de la Esperanza Macarena en una famosa pasarela internacional. Como digo nada nuevo.
Pero si nada me puede sorprender de la Sexta, conociendo su trayectoria, lo que sí me ha llamado la atención es el enfervorecido aplauso del respetable por la réplica que el humorista Manu Sánchez hizo (con toda la gracia del mundo, eso sí) en su programa la Semana más larga. Sencillamente porque hace apenas un par de semanas se cachondeó, con la misma gracia, del Santo Padre Benedicto XVI a raíz de su renuncia a la Sede Petrina y en ese mismo programa.

Nada que objetar a Canal Sur que, sobre todo en su programa de radio El Llamador , realiza una encomiable labor de difusión, formación e información de la Semana Santa de toda Andalucía. Pero a lo mejor ahí está el truco, aplaudo y me rasgo las vestiduras defendiendo a las cofradías pero critico y me mofo de la Iglesia. Con el aplauso de la gente. Fijaos si no en el trabajito que le cuesta a este emergente (y creo que excelente) humorista andaluz, para definir a la Semana Santa como fenómeno religioso; cultural, tradicional, popular sí, pero nunca religioso. Así es que no entiendo esta especie de euforia de los cofrades con Manu Sánchez, que repito es digna de aplauso la encomiable defensa que hizo de las cofradías, pero resaltando solo su aspecto cultural y costumbrista. Aunque en realidad creo que defiende más el legítimo orgullo de ser andaluz, nuestra forma de ser, que a las propias cofradías.

Por otra parte tampoco entiendo que el humorista ataque  al programa de la Sexta por entrevistar, según él, a personas mayores, con poca formación, que no se saben expresar.....Pues son las mismas personas que van al programa de Juan Imedio y escuchan a todas horas Se llama copla, ¿o es que la audiencia de estos programas está formado solo por intelectuales?
Además ridiculiza a la presentadora de la Sexta Anna Simón con chistes y descalificativos sexistas que no sé yo hasta dónde hubieran llegado los gritos  si esto se hubiera dicho en otros medios de comunicación. Retomen el vídeo del programa si no han reparado en lo que digo.

No soy espectador de la Sexta. Me parecen zafios algunos programas de televisión cuyos presentadores, guionistas y directores ocultos bajo la piel del progresismo, capa que al parecer todo lo tapa, creen tener patente de corso y superioridad moral para insultar a quienes a ellos le vengan en gana, sobre todo a los que políticamente no piensan como ellos, y con especial inquina a la religión, católica por supuesto. Con otras no tienen cojones, ¿a que no?

Hemos asistido, por su innegable interés público, a ver cómo todos los informativos abrían con la imagen de la cúpula del Vaticano en la pantalla todo el tiempo que duró la Sede Vacante, el cónclave de elección y la entronización del nuevo papa Francisco. Pero al mismo tiempo, en el programa siguiente han ridiculizado todo lo que han podido y más a la Iglesia. Todas, o casi todas las cadenas de televisión. Así contentamos a todo el mundo. Eso tan nuestro, y tan cofrade, de poner una vela a Dios y otra al Diablo.
Jamás se me ocurriría contestar a un micrófono de un programa de humor de la Sexta, ni de programas parecidos. Pero según Manu Sánchez, como no tengo setenta años y todavía me sé explicar, por eso  no me preguntan por la calle. No estoy en la población de riesgo de ser entrevistado.
Lo que decía al principio, ni entiendo la indignación con la Sexta, quizás por previsible, ni la exaltación de Manu Sánchez. Ni unos tan malos, ni otros tan buenos. Televisión, al fin y al cabo.