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jueves, 28 de junio de 2012

ISLA CRISTINA, QUÉ HERMOSA ERES…


                      

Venía costeando el barco donde viajaba  S. M. el rey D. Alfonso XII con su segunda esposa, la Reina Cristina, y al preguntarle ésta que de quién era la isla que aparecía frente a ellos, dicen que el rey le contestó: ”Tuya, Cristina”.

¿Cuántas veces, y sin ningún rigor histórico, habré oído en mi casa esta explicación para el nombre de uno de los más bonitos rincones de nuestra geografía? ¿Cuántas veces sueño con una Isla Cristina idealizada con el correr del tiempo, de perfiles azules y blancos cegadores? ¿Cuántas veces la memoria de la infancia reverdece en la imagen de un pueblo al que el corazón me pide volver?

Y vuelvo; claro que vuelvo. Y me rencuentro en la vieja estación de Pozo del Camino bajando del ferrobús, subiendo a la mítica “cachonda” que, destartalada y lenta, me lleva camino de la Higuerita. Me recibe el tablero a cuadros con reflejos  plata y nácar de las salinas, y un puente de hierro, y un río Carreras, Rubicón de la nostalgia, que me devuelve definitivamente al paraíso perdido de la niñez, dejando antes de cruzarlo, en esta orilla, el tiempo de la ausencia.

A partir de ahí, Isla Cristina es una casa en la calle Cervantes, con patio, pozo y corral, que daba a un zapar por donde se colaba siempre el olor a marea y, de vez en cuando, hasta la misma marea. Es mañana de verano en la playa y tarde de invierno con olor a alhucema al calor de una copa de cisco.

Me lleva de la mano una tarde de Domingo de Ramos con una palma inmensa delante de La Mulita; me sienta en un banco de hierro en el paseo del Chocolate el martes santo para ver pasar a la Buena Muerte, y me lanza como una vela de promesa, casi consumida, a los pies del Gran Poder al recogerse la mañana del Viernes.

Hace que madrugue para llevar a cocer al horno de la panadería una coca amasada en casa. Me alimenta de tejeringos ensartados en una hoja de palma o en un alambre; o con las tortitas que vendía con su carro ambulante una anciana al final del paseo de las Palmeras; o con dulces de Pavón; o con la raya en pimentón de un chiringo, casi a pie de playa, entre los matorrales de la Punta del Morán. Sacia mi sed de calor antigua con el agua que recogía en la fuente que, con los chorros manando de la boca de dos leones, había detrás del Ayuntamiento viejo. Y perfuma mi recuerdo un arriate con hierbabuena y un limonero nuevo.

Me embruja con el brillo de charol en la humedad del pavimento en las noches de humedad por la calle de la Ermita; me fascina con las luces de colores entre los eucaliptos una noche de baile en el Plantío. Me hace aventurero al alejarme de casa con los amigos cruzando el Matapiojos camino de la Casita azul.

Hace que me enamore del cine en el  Gran Vía, el de Félix, y del carnaval en noches de teatro, fiesta que se adentraba en nosotros con el derroche cromático de una cabalgata por la calle España. Me disfraza de pierrot, me hace llorar de risa en el entierro de la sardina y bailar con las primeras niñas un Domingo de Piñata en la plaza de las Flores, donde se quedaban flotando en el agua de la fuente, junto a los peces corales, los últimos papelillos del carnaval.

Me hacía rezar a la Virgen de El Carmen en noches de tormenta, a la luz de una mariposa ardiendo en un tazón de aceite y oyendo en  la costera noticias del barco esperado, hasta que con los relámpagos la luz eléctrica se iba y se encendía el quinqué de petróleo comprado en la feria de Villarreal y, al final, sobre el retumbo del trueno, la misma jaculatoria de siempre:…” y que la Virgen del Carmen los ampare con su manto”, ese mismo manto blanco que veía alejarse cada dieciséis de julio en un barco desde el muelle, entre fuegos artificiales.

Isla Cristina es también medida de la tristeza lanzada al aire, como el palo de una billarda en el luto humilde por seres queridos en una tumba, tan lejos y tan cerca de la opulencia del panteón de la Gildita. Es Rosario sencillo un siete de octubre y brillo, brillo radiante de un mar que se quiere y que a veces, cobarde y traicionero, se hace odiar.

Eres, mi perdida Higuerita, un recuerdo viejo (más que el tejao de la Coscona) con brillos nuevos de renacidos esplendores, como reinventada, como resurgida  de ti misma. Y eres marisqueo en la orilla limpia de tus playas, y pies negros en el fango del río, y sombra fresca de árboles en la orilla, y otra vez la luz, ahora la indefinible luz del atardecer en el muelle, entre nasas de barro, artes de pesca y viejos sentados cosiendo redes.

  Y eres, por fin, como un recóndito tesoro guardado en el alma, el retorno definitivo al tiempo más feliz, tiempo que se mece en el sueño al compás de un pasodoble que te dice, ahora y siempre,  lo hermosa que eres, Isla Cristina, como una perla que brota del mar…






jueves, 21 de junio de 2012

UN REBROTE PANDÉMICO


      

A ver cómo escribo yo esto sin que nadie se me tire a la yugular antes de tiempo. A ver cómo me puedo explicar sin herir a nadie, pero diciendo todo lo que pienso sobre el nuevo rebrote de esta especie de epidemia, casi pandemia por su rápida propagación, que convendremos en llamar Hispalifobia, y que después de tantos años  ya creíamos  erradicada como la viruela loca. Pero vuelve a aparecer, sobre todo en la población más joven. Será por falta de vacunación, causa sin duda de los recortes en Sanidad, si no, no se entendería.

Resulta que los onubenses de la capital somos muy dados a apropiarnos de lo que no es exactamente nuestro. Hablamos de nuestras playas cuando en realidad, a excepción de la del Espigón (a ver quién tiene calzones, Meybas por supuesto, de bañarse en la Punta del Sebo). Y es que Huelva como tal, no tiene playa (vaya, vaya… Ya empezamos). Alardeamos de los jamones de Jabugo cuando en la capital, que yo recuerde, jamás hubo  fábrica de este apreciado producto  que cualquiera que nos escuche se creerá que el polígono Polirrosa o el de San Sebastían están llenos de secaderos y curaderos de jamones, cuyo reino natural está en nuestra  sierra, no en la capital (¿veis?, ya me apropié de la Sierra). Nos vanagloriamos de los vinos, ¿alguien ha visto aquí alguna bodega llena de botas donde se críe o envejezca el caldo? En Huelva el mosto es de Gibraleón, el fino o el solera de La Palma y Bollullos, y el mistela de Moguer. Aquí las gambas son de la costa (así nos metemos todos); pero las coquinas son de Punta Umbría, la mojama de Ayamonte y la coca (la de dulce digo) de Isla Cristina.

 Nos volcamos y no reparamos en gastos para asistir masivamente a la más hermosa y  universal de las romerías, la de El Rocío, pero que pertenece y se celebra en honor de la patrona de Almonte, no de la de Huelva, y que con razón nos tienen que recordar de vez en cuando los almonteños. Hablamos sin propiedad de lo que en realidad es patrimonio de otras localidades.

 Nos arrogamos la gesta del Descubrimiento de tal manera que Colón parece que  en vez de salir de Palos de la Frontera zarpó de la Playa La Gilda, y que Juan Ramón Jiménez escribió Platero y yo sentado en un banco de la Plaza de las Monjas, ¿es que Palos y  Moguer no existen? Tenemos esa joía manía de  no discriminar, de no distinguir la Huelva capital de la Huelva provincia. De la que por supuesto nos sentimos más que orgullosos.

 Siempre habrá quién para defenderse esgrima el espíritu provincial, con ese buenismo tan propio  de quienes  se creen superiores. Claro que el cariño es recíproco  y  la inmensa mayoría de los pueblos de nuestra provincia siempre han menospreciado, cuando no ninguneado o  puenteado a la capital según les haya interesado, especialmente con la capital de Andalucía, y sobre todo en cuanto al comercio. Todavía recuerdo con bochorno cuando por los altavoces de El Corte Inglés de Sevilla se felicitaba a los clientes de Huelva por el día del San Sebastián, día que al ser festivo en nuestra cuidad muchos aprovechaban para ir de compras al ser laborable en la ciudad innombrable para algunos, pero que luego daba tonillo si tenías un pisito allí alquilado, o adquirido, para que estudiaran los niños. Ese pretendido espíritu provincial, si alguna vez ha existido, que se manifieste, porque nunca lo he visto. No intentemos abarcar con el pretexto capitalino  lo que no es nuestro, para eso ya está la Diputación haciéndolo al revés.


Luego también nos encanta  organizar una caravana de coches y banderas en cuantito que el Real Madrid o el Barcelona ganan algo, y hasta nos bañamos en la fuente de los bomberos como si hubiéramos nacido en  el mismísimo paseo de Gracia barcelonés o en el muy castizo de Chamberí, en Madrid.  Pero arremetemos contra el cofrade onubense que diga gustarle la Semana Santa de Sevilla, como si eso tuviera que conllevar obligatoriamente el desprecio por la de Huelva, o por Huelva, y nada más lejos de la realidad.

He conocido  y conozco a buenos onubenses, a grandes cofrades, de los históricos y de los de ahora, con una más que probada devoción por sus imágenes y denodado trabajo por la Semana Santa de Huelva  en general. Pero profesando al mismo tiempo una rendida admiración por las cofradías de Sevilla, y han querido para ellas, para las de Huelva, su mismo esplendor.

 Si nuestros pasos intentan andar como los de allí, caminan con marchas con nombres de las imágenes de allí, y si además se visten como las de allí; si nos pirramos por sacar un paso, o tocar un martillito de allí, si para levantar un paso se dice la misma arenga (vulgo tonterías) que allí, si las bandas se uniforman como las de allí, si tenemos cofradías aquí inspiradas  (cuando no fusiladas de cruz de guía a manto)  en las de allí, si copiamos gestos, petaladas, piropos, adorno en balcones como lo hacen allí; si lees una convocatoria de cultos de aquí y podría estar perfectamente pegadas en cualquier cancel de allí, y miles de cosas más importadas de allí, ¿por qué no nos dejamos de tanta trochería (vocablo netamente choquero) y somos más realistas? ¿A qué cofradías se van a parecer las de Huelva, a las de Jumilla o a las de Murcia, con la Semana Santa más importante del mundo a un tiro de Damas? Es como si nuestras romerías (y dale con nuestras)  en vez de parecerse a la del Rocío se parecieran a la de Santa Marta de Hortigueira, o a la de  Pobra Do Caramiñal, esa romería tan alegrita que sacan un ataúd en procesión, allí en Galicia

Muchas veces pienso que  lo mejor que ha hecho en su historia la Junta de Andalucía es ponernos a 45 minutos de la Semana Santa de Sevilla por  la a-49, al alcance de todos. A ver si yendo y viendo se nos va curando la Hispalifobia  Onubensis, porque es perfectamente compatible la devoción y la entrega a la Semana Santa de Huelva con la admiración por las cofradías de Sevilla en muchos aspectos, de ninguna manera en todos, ni muchísimo menos en todos; pero un buen espejo donde poder mirarnos.

jueves, 14 de junio de 2012

UN DETALLE EN EL ROCÍO


Vaya por delante que no soy rociero. Quizá porque mi familia y  mi círculo de amigos nunca lo fueron. Pero no creo que haya en el mundo nadie a quien le guste la Virgen del Rocío más que a mí, ni que sienta la fascinación que me produce la Sagrada Triangulación de su bendita imagen donde parece cohabitar la Trinidad Santa. Y en medio, enmarcado en un rostrillo, el sol sin ocaso de su rostro, como de porcelana antigua, siempre con brillos nuevos. No creo que a nadie le embelese más; a lo sumo, igual que a mi.

 Tampoco nunca hice el camino, ni pasé la Romería en la aldea. Algún rosario de antorchas, alguna presentación de hermandades ante la Virgen, y un par de procesiones el Lunes por la mañana, y poco más; ese es todo mi bagaje rociero. Mi Rocío es la Virgen.

 Las televisiones, que en un momento determinado pudieron hacerle algún daño al Rocío y que también han contribuido a la propagación de esta universal devoción, son mis principales fuentes de alimentación y de información de esta inigualable romería. Por el excepcional trabajo de las televisiones locales se llena mi casa el día de la presentación ante la Hermandad Matriz, del colorido de las flores de papel picado de los carros de Huelva y Emigrantes, de la sinceridad de Gines; se detiene el tiempo con el cajón del simpecado de Umbrete,  reverbera en la memoria recuerdos de una fundación en las islas con el exotismo del carretón de las Palmas, con la especial belleza de la de la Palma… Se nubla con el humo de las bengalas vedes y rojas en el rosario chico, y me desespero a la espera del simpecado de la Hermandad Matriz a la vuelta del rosario de las Hermandades para ver volar de madrugada a la Blanca Paloma, a la Virgen en brazos y a hombros de Almonte, este año especialmente bien retransmitida y comentada por Canal Sur.

Y también asisto como un romero más a la misa del Real. Y es allí, en esa multitudinaria asamblea de fe donde este año aprecié un simple detalle que recogieron casi de refilón las cámaras, pero que proclama el celo eucarístico, el cuidado, la delicadeza, el mimo que la Hermandad Matriz de Almonte pone no solo en las cosas de la Virgen, sino en todo lo que está bajo su dirección, custodia y organización.

Resulta que una vez terminada la comunión, casi a punto de impartir la bendición solemne de Pentecostés, el Obispo de Huelva, el Excmo. Y Rvdmo. Sr. D. José Vilaplana Blasco se dispone a proclamar el Año Jubilar Mariano en el Rocío. De pronto, detiene su alocución, se descubre y reverentemente (lo mismo que el cardenal Sistach y el resto de concelebrantes) se inclina ante Su Divina Majestad que era llevado hasta la reserva en la capilla sacramental del santuario por un sacerdote, cubierto con un paño humeral, precedido de luces y con una esquila anunciando su Real Presencia.

Esa aparente nimiedad proclama, al menos a mi parecer, que la Matriz está para mucho más que para tocar las palmas y cantar sevillanas. Ese delicado gesto a la hora de retirar del altar al Santísimo Sacramento habla por sí mismo de que esta hermandad sabe abstrerse en el momento del Pontifical de todo lo que la rodea y dotar a la celebración central de la romería del mayor esplendor posible. Diáconos, subdiáconos, damáticas rojas, los ambones, los copones para la distribución de la comunión, ciriales, un paño de altar excepcional… Todo lo mejor para la celebración eucarística, centro y razón de nuestra fe.

Así se hacen las cosas. De esta manera se arman de razones para todo lo demás, y no es cuestión de justificar nada, pues el amor desmedido de Almonte hacia su Patrona, hacia su auténtica Reina, a su verdadera Madre, mirando a su bendito rostro se justifica solo.

Ahí tenéis como la Hermandad Matriz de Almonte es mucho más que cante, baile y vivas a la Virgen. Y lo volverá a demostrar cuando agosto labre una catedral de papel blanco y dorado para recibir a una Doncella Viajera, a esa Dama del Camino, a una Divina Pastora, a esa Reina Marismeña que durante nueve meses trasladará su corte a su pueblo y pondrá su trono en Almonte, aunque ya lo tenga en el corazón de sus hijos. Mientras, sobre un cielo de pergamino, un ángel sostendrá una leyenda escrita con la tinta azul del agua de un lucio de Doñana, donde dice con el latín solemne de la antigua devoción esta sentida jaculatoria: Regina Roris, ora pro nobis.

Dice mi amigo Fran, almonteño y hombre de la Virgen, que después del resultado de la magistral procesión de este año, que ahora todo el mundo quiere ser de Almonte. No me extraña, Fran. Viendo cómo hace las cosas, las de la Virgen y las del altar, la Hermandad Matriz, yo también me apunto.

jueves, 7 de junio de 2012

HABLANDO DE PEPE MIRALLES


A principios de los años setenta, anduvo algún tiempo rodando por la entrañable y antigua secretaría de la Hermandad del Nazareno una tarjeta postal Escudo de Oro que, con una imagen de la Esperanza de Triana en su paso, había sido franqueada en Sevilla (con un sello de dos pesetas) y que estaba dirigida a un ejemplar cofrade de la hermandad de la madrugada onubense.
 En esta misiva, su remitente, un cofrade de Huelva afincado en Sevilla por motivos de trabajo, se lamentaba con pesadumbre de la situación de postración en la que se encontraban las cofradías onubenses, de la prácticamente nula vida de hermandad, de la ínfima asistencia a los cultos, de la decadencia de sus procesiones, de la merma en el número de nazareno (entonces se decía penitentes) en los cortejos. Hablaba con amargura de las ruedas en los pasos, de las flores de plástico, de que incluso en determinadas cofradías tuvieran que dejar de salir alguno de sus  pasos por falta de medios. Narraba, en definitiva, la deriva que hacia su práctica desaparición había tomado la Semana Santa en Huelva.
Pero casi al final de la postal, dentro de su pesimismo, quien esto escribía vislumbraba un atisbo de esperanza. Lo decía más o menos con estas palabras: “A ver si ahora, con la nueva hermandad fundada por esos muchachos en las Colonias, se anima el mundo cofrade en Huelva” (Sic).
Este es el panorama con el que se encuentra uno de esos muchachos cuando irrumpe fundando, con un grupo de inmejorables cofrades, la Hermandad del Calvario. Esto es lo que hay cuando D. José Miralles Fedriani, liderando ese excepcional grupo, cambia para siempre el rumbo de las cofradías onubenses. Desde entonces, en Huelva, la Semana Santa ya no fue la misma. Tuvo la bendita osadía de  imponer, y además en un populoso barrio, la novedosa impronta de una cofradía de silencio, que como tal, era desconocida hasta ese momento en nuestra ciudad.
 Y una cosa llevó a la otra. Y entre venta y venta de cajas de cerillas y ponche en Las Colombinas para ir dotando de lo esencial a la nueva hermandad, al poco tiempo crea para Huelva la primera cuadrilla de hermanos costaleros que aporta el revulsivo clave para el renacimiento del conjunto de nuestra Semana Mayor. Quiso entonces Pepe Miralles para Huelva el  mismo esplendor, la misma emoción de la que él disfrutaba perteneciendo a la cuadrilla de hermanos costaleros de ese palio de ensueño que todos quisiéramos tener o sacar, donde una  Virgen equilibra en una balanza la sonrisa y el llanto en un barrio de Sevilla, allá por la Macarena. Ese mismo gozo que ha sentido durante treinta años (hasta el presente) ininterrumpidos como costalero y columna esencial de un paso de palio  universitario que cada Martes Santo impone entre los monumentos de piedra de la Catedral y Los Reales Alcázares otro monumento de plata y bordados en su transitar por la Plaza del Triunfo. Quiso para su tierra lo mejor que vio fuera. Y como los cofrades somos así, al cuarto de hora, sin ir allí, ya había aquí quienes sabían más que él. Dios mío de mi alma, ¿dónde estaban cuando las vacas flacas?
Conozco a Pepe desde hace muchos, muchísimos años, y no siempre hemos coincidido en gustos y preferencias cofrades, lo que he considerado enriquecedor en el contraste de pareceres. Hemos mantenido, y seguro que mantendremos, discrepancias de opinión sobre este mundo nuestro tan peculiar. Pero en lo que estoy absolutamente de acuerdo con él es en eso que dice tan a menudo de que a las cofradías se llega para acercarse a Dios y para hacer amigos. O es una pérdida de tiempo.
Profundamente creyente, católico a majamartillo, jamás lo vi tan feliz y realizado como el día en que las imágenes de su cofradía traspasaban las puertas de un templo construido en gran parte gracias a su entusiasmo, y que le costó algún que otro disgusto (cosa normal e intrínseco al ser cofrade) y dinero de su bolsillo (cosa ya no tan frecuente por estos pagos).
No conozco a nadie, ni a cofradía alguna, que habiendo necesitado de Pepe Miralles, sobre todo en asuntos del costal, haya cosechado una negativa suya. Siempre dispuesto a la colaboración. Y no siempre ha sido correspondido ni le han pagado con la misma moneda.
Nítidamente claro en sus argumentos, no es preciso entrar en el muro de su Facebook para saber lo que piensa de la Semana Santa. De la de aquí y de la de allí. Siempre ha defendido sus argumentos con vehemencia, lo que le ha costado más de un desencuentro, como si uno no pudiera tener sus propios criterios. Los que tenemos la suerte de conocerle bien, y mejor todavía, compartir con él mesa y mantel en animada charla cofrade, sabemos de su claridad de ideas, de su devoción cofrade, de su defensa de la Semana Santa y de las cofradías como medio de salvación en el seno de la Iglesia, y que alejada de ella no tienen sentido.
He dicho y escrito en más de una ocasión que nada hay en esta vida más ingrato que las cofradías, que suele castigar con el mayor de los desprecios a quienes mejor las han servido,  en todos sitios ocurre así, es cierto; pero aquí, de manera singular.  Y además, las nuevas generaciones sin conocer siquiera a este tipo de cofrades, claves en un momento determinado para la Semana Santa se unen, aun desconociendo a la persona, a ese coro que sigue alentando el silencio y el olvido, cuando no la crítica, para quienes fueron capaces de anteponer muchas cosas por el bien de las cofradías.
Y no es ya ningún reconocimiento lo que le debemos a este tipo de cofrades que como  Pepe Miralles, ni lo querrían , ni por otra parte, les  harían falta para que en justicia fuera valorado su trabajo en favor de la Semana Santa. Ni tampoco lo necesitamos los que le conocemos. Pero al menos sí haría falta y no estaría de más que su opinión fuera respetada como los que puedan opinar lo contrario que él. No creo que quiera ser modelo de nada, ni aleccionar a nadie, ni tampoco sobresalir como erudito en cofradías. No se trata de saber de cofradías, sino saber qué son las cofradías. Y aquí sí que no hay quién lo baje del burro, o son iglesia, o no son nada.
No soy yo mucho de escribir alegatos en defensa de nadie, las obras de cada cual hablan por sí mismas; ni soy mucho de dar consejos. Pero en esta ocasión me van a permitir que aconseje  a Pepe que aprenda a manejar mejor el Facebook, que todavía este mundo de Internet se le aparece como un invento del diablo, y claro está, el diablo suele jugar estas pasadas, dando pie a que se satanice al primero que se descantille. Y que deje de meterse en la camisa de una Semana Santa en la que parece ser que once varas no son suficientes todavía para que quepa la opinión de todos.
No creo que le haga mucha gracia este panegírico. Pero se conformará diciendo, como suele: “Estaría de Dios que fuera así” que se escribiera.