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domingo, 11 de abril de 2021

SUBIR A LA CINTA


Hoy, como cada nueva Pascua de Resurrección, aunque algo tarde este año, he ido a ver a la Virgen; hoy he subido a la Cinta. No es una promesa contraída, ni una costumbre adquirida, ni siquiera por inveterada tradición, es, sencillamente, una necesidad.

Subir a la Cinta con tiempo, pausadamente, es irte acercando, paso a paso, a ti mismo; como si al entrar en el patio, su blancor, su silencio, nos despojara de todo, nos purificara y volviéramos a encontrarnos con el niño que fuimos.

Es llegar hasta el santuario por un camino de albero que mancha tus pies y volver a oír, en la ausencia, el aire silbando entre los olivos de la vieja finca de la Orden.

Es cruzar apresurado el claustro encalado y que dulcemente se ralentice, se detenga el tiempo al encontrarnos de nuevo con la Virgen de la Cinta.

Es sentarte ante Ella y notar de nuevo la mano de tu madre cogida a la tuya. Es escuchar en la penumbra de la ermita el canto de los pájaros, el de la chicharra como banda sonora a tus avemarías en los veranos, ya tan lejanos.

Es aprender a leer otra vez en el azulejo con la letra de la Salve de los Marineros. Es pedir para poder ver entrar pronto por la barra el barco donde viene tu padre de la mar, de un turno de meses.

Es volver a saborear el dulzor del pan con chocolate de una merienda al costado de la ermita, guarecidos de una tormenta de mayo. Volver a sentir el frescor del agua de la fuente donde antaño abrevaba el ganado. Es oler los jazmines, escoger los más cerrados para que perfumaran la habitación de tus padres en un plato con agua sobre la mesilla de noche aromando la última estampita que te regaló Ascensión, la santera.

Es rememorar deseos de que llegara septiembre viendo en su vitrina el paso de plata, todavía sin limpiar y con el Niño Jesús con túnica de tisú de oro, prolongación de un rostrillo de la Victoria. Es evocar el tercer domingo de agosto para verla llegar a la Concepción y ponerle dos candeleros de la vieja candelería del Nazareno para la primera misa.

Y es la visita después de salir del hospital, y antes de un examen, y el primer destino de la primera salida de un recién nacido. Es el llanto embebido por los flecos de una toquilla de lana negra que lleva la abuela por el luto del abuelo. Es quedarnos dentro del corazón de plata que siempre llevaba la Virgen en recuerdo de un congreso celebrado en su casa del Conquero.

Es que se desborde la alegría en la memoria de los ocho de septiembre de subida al santuario estrenando ropa, con aroma a dama de noche (hay que plantar más), de incesantes cantos de la Salve de los Marineros esperando la llegada de la Virgen, de recogida temprana, sobre las diez de la noche, entre vivas, repiques de campanas y ruedas en el paso con la plata del templete cambiando de color reflejando los fuegos artificiales.

Es volver a enamorarte de tu propio ancestro… Y de tu propio futuro.

Porque hoy he vuelto a subir a la Cinta y su santuario se alzaba sobre un entorno nuevo, actualizado… Pero precioso.

Y me he vuelto a enamorar de esa cinta de plata que dibuja el río en la lejanía; y de esa casita blanca, que tiene algo de casa de El Loreto porque allí, en el Humilladero, habitó la Virgen de la Cinta antes de que fuera entronizada, Reina Imperecedera, en el muro sagrado de su santuario.

 He vuelto a intuir, Semana Santa en el recuerdo, un sudario de aire pendiendo de la Cruz de los Ángeles, erguida sobre la blanca nobleza de un pedestal de mármol, como una custodia de forja alzada al cielo.

Y del verdor de la tuya de los jardines, del sonido del agua de sus fuentes. He rezado a la Virgen ante el busto de quien soñó una Cinta así de hermosa. He aspirado el aroma de las flores de la rosaleda que recuerda a un obispo muy querido. Me ha herido el alma retorciéndose de pena, como el tronco del olivo que recuerda al amigo, al hermano que se ausentó apresuradamente y habita ya, por la Esperanza, en el cieloazul Huelva del Conquero. Y he vuelto a rezar ante quienes duermen el sueño de los justos esperando la resurrección abonando la tierra de los cabezos.  

Hoy, me he vuelto a enamorar de la Cinta. Quizás sea hasta bueno pasar un tiempo sin ir para que se cumpla lo que decía aquella vieja sevillana: “Si me enamoro algún día, me desenamoraré, para tener la alegría de enamorarme otra vez…” Como me ha vuelto a pasar esta mañana con los vivas del “Guti” a la Virgen que rubricaban la misa de este “Domingo in Albis” en el que he vuelto a subir al Conquero,  para volver a enamorarme del ayer, del hoy, y del futuro de la Patrona de Huelva, de su corazón, de la Cinta.


domingo, 1 de noviembre de 2020

CORONAR A LA AMARGURA


Habría que ser muy sádico para querer rendir honores a un sentimiento que según la Real Academia de la Lengua Española significa sabor amargo, aflicción o disgusto. Rayaría con la crueldad regocijarnos viendo sufrir a alguien, vanagloriarnos  de ser causa de su dolor. No parecería de seres mentalmente sanos que glorificásemos la amargura… No, si esa amargura no fuera la de la Amargura; no, si se habla de la Amargura de la Virgen. No, si se trata de la Virgen de la Amargura.

Hay nombres más dulces para la Santísima Virgen, más amables; hay una larga letanía  de nombres letíficos que subrayan sus perfiles gloriosos. Pero la Virgen es capaz de transformar su Amargura en nuestra felicidad, solo Ella es capaz de convertir su Amargura en causa de nuestra alegría, y así siempre lo han entendido en su hermandad.

Ahora, en este tiempo, en principio oscuro  y desolador,  Dios parece prestar sus renglones torcidos para que la hermandad del Nazareno pueda empezar a escribir esa historia que venía latiendo en su interior desde hace tiempo: La Coronación Canónica de la Sagrada Imagen de María Santísima de la Amargura.

Llega ahora el decreto que abre el proceso de coronación de la Virgen llenando este tiempo, en principio triste, en un tiempo de luz, alegría y esperanza, para su hermandad y para todos aquellos que quieran sumarse y compartir el camino, para que juntos busquemos la normalidad deseada en la excepcionalidad de la preparación de una coronación canónica.

Porque amainará y se disiparán las nubes, y cuando esto ocurra, nos cogerá preparados para dar gracias y alabar a Dios coronando una imagen de su Santísima Madre, porque todo el mundo sabe que no hay honra mayor para un hijo que la que se le tribute a su madre.

Más allá del cartel, marcha y pregón, la travesía de este tiempo hasta el día que presumimos grandioso e inolvidable de su coronación canónica, deberá suponer un revulsivo para que su hermandad,  su parroquia y Huelva, caminen hacia el futuro con cristiana esperanza, profundizando en el amor a María reflejado en el servicio a los demás en tiempos difíciles.

No es tiempo de perder el tiempo, ni de escondernos, ni de apocarnos, y  porque la vida no se para ni se puede parar, atravesaremos este túnel de luces y vidas confinadas hasta divisar la luz radiante que emanará de una corona; porque amanecerá, después de las penalidades de la madrugada, como cualquier mañana de Viernes Santo,  y será radiante de luz del muelle, del color de las flores del balcón del Comercial, radiante como su paso por la Placeta y vibrante como su entrada en el templo. Será alegre y esplendoroso como un día de coronación.

Al comienzo de este ilusionante camino, a Ella nos confiamos porque en tiempo de tribulación y duda no hay mayor certeza ni amparo más seguro que el que nos brinda nuestra madre, y porque la Amargura de la Virgen nos redime como la dolorosa Pasión de su hijo, pidamos confiadamente a Jesús Nazareno, coronado de espinas, poder alcanzar la dicha de poder contemplar coronada de gloria a su Santísima Madre de la Amargura.

¡VIVA LA VIRGEN DE LA AMARGURA CORONANDA! 

sábado, 5 de septiembre de 2020

NOVENA DE JAZMINES

                                                    

Septiembre es íntimo, familiar, choquero. ¡La Cinta!”.

                                                        (Manuel Siurot)

Navega ahora la carabela de la memoria por un septiembre que ya se intuyó el tercer domingo de agosto cuando al amanecer  fresco, luminoso  y esperado,  los cohetes de Pepe  “El Buytrago” avisaba que la Virgen bajaba al centro de la ciudad.

 Visto desde los huertos, el breve y conciso cortejo que acompañaba a la Cinta se recortaba sobre los primeros azules del cielo, casi en silencio, sin campanilleros, hasta la estatua de Pedro Gómez, donde algunos años la esperaba la banda de la Cruz Roja para abrirle marcha, silencio que se rompía solo con la melodía de los sucesivos avemarías cantadas por las mujeres que iban, muchas descalzas, detrás del templete; y por los incesantes “vivas” que daba Paco “El Minero”.

Desde entonces, el número de devotos que acompaña a la Virgen en esa mañana agosteña solo ha hecho crecer, hasta convertirse en ese río fervoroso que acompaña a la Virgen Chiquita en esa mañana tan especial, tan populosamente íntima, tan nuestra.

A veces, una mayor o menor asistencia al rosario de la aurora se adivinaba cuando de noche aún, caminando por El Conquero en busca de la Virgen, considerando las luces de los coches que venían esa mañana desde Punta Umbría y las playas por el puente sobre el Odiel, todavía sin iluminación.

La procesión discurría rápida, casi sin paradas,  con la uniforme celeridad que le daban las ruedas al paso. Tan rápida iba que antes de la hora de tercias,  ya estaba la Virgen en la Concepción, donde alguien que venía de encendedor, colocaba sobre el paso los dos candeleros de Angulo que escoltan al crucificado que está a los pies del Nazareno, y a las diez se oficiaba , se “decía” la primera misa con la Virgen “en Huelva”.

 Cuando ya por la tarde se volvía a abrir la parroquia, el humildísimo altar de novena aparecía ya montado, con el paso sobre una alfombra, a un lado del altar, fuera del presbiterio, sin gradas, con un puñado de candeleros dispuesto desde la tarima del paso hasta el suelo, un par de jarras con flores…y hasta ahí. Pero que a mí me parecía la perfección.

La novena, sencilla;  pero eran los cultos más participativos de cuantos se celebraban en Huelva, en una época difícil y de desapego a las cofradías, y a la Iglesia en general, fruto, quizás, de una mala interpretación (como ahora se demuestra) del Concilio Vaticano II. Novena que por haber más mujeres que hombres, “hembreaba”, más que “macheaba”, según decía un punzante, querido y recordado sacerdote, como tantos hijos de Huelva,  fervoroso cintero...

Acabada la novena, se trasladaba la Virgen a la Merced para la función principal del día ocho en una procesión con largas filas de mujeres alumbrando a la Virgen Chiquita con “velas de a libra “, que también me parecía el colmo de la solemnidad…

Y, como cada año, al entrar la Virgen en la catedral, la misma bronca del mayordomo a los que llevaban el paso. Tenía el paso por entonces  unas redes que sujetaban los actuales angelotes de las maniguetas en actitud de pescar, eran unas mayas  con pescados de plata, y todos los años, al llegar a la iglesia, le faltaba alguno… Está claro que algún furtivo pescaba y no lo devolvía. Tendría (o tendrá) piscifactoría propia, y además, de “pescaítos” de plata.

El día de la  Natividad de la Virgen amanecía con evocaciones americanistas en la misa de Guadalupe,  con el santuario lleno de fieles en uno de los cultos más ancestrales que se le rinden (de los pocos) a la pintura mural de nuestra patrona.

Al mediodía, en la Merced, la función de reglas con una asistencia mucho menor que a la novena. Quizás por eso, a la propuesta de la hermandad al primer obispo de la diócesis de considerar día de precepto para Huelva el ocho de septiembre, la respuesta literal del prelado fue: “¿Más almas quieren ustedes mandar al infierno?”…

Con la misma cadencia, con ese paso “andantino”, ese “allegro ma non tropo” con que bajó por El Conquero, subía ahora a su santuario por las Colonias. Solía llevar ese día la Imagen de la Virgen Chiquita la cruz pectoral que le regaló el obispo D. Pedro Cantero, el corazón del Congreso Mariológico y un sinfín de exvotos, medallas generalmente, que pendían de cadenas de oro por delante de la imagen y se recogía con un gran nudo formando una sola que colgaba por la espalda, sobre la talla de su manto, arrancándoles destellos los focos eléctricos que iluminaban el paso.

Esas alhajas se cimbraban cuando las ruedas del paso pisaban alguna irregularidad, algún bache de la carretera, haciendo también sonar las campanillas del templete.

Perfumaba  su paso un par de manojos de nardos entremetidos entre los claves blancos y el aroma de las flores que en continua y espontánea ofrenda de flores recibía por todo su itinerario, Belén, Las Colonias, El Ancla,..Y así, hasta su recogida.

 Constituía la banda sonora que acompañaba la procesión de la Patrona de Huelva el día ocho de septiembre las salves, avemarías y, andando el tiempo, la plegaria de Joseli Carrión que le cantaba el coro de Emigrantes a la altura de la parroquia de los Dolores, única ofrenda musical que recibía la Virgen en su itinerario.

Antes, mucho antes de que la Virgen llegara, ni en la ermita, ni en el patio, cabía ya un alfiler. Calor popular y calor de las miles de lamparillas de cerería  Bellido que ardían en la nave del evangelio de la iglesia y cuyo humo ennegrecía la encalada blancura de las paredes de la ermita.

La salve de los marineros era cantada una y otra vez a la repetición y entonada desde el altar por Paquito “El Sacristán” esperando a la Virgen.

Vivas y más vivas.

De la llegada al humilladero  avisaba el estruendo de los cohetes y los fuegos artificiales que tiraba desde la puerta de su casa Pepe “Miniño”.

La gente se impacientaba, la Virgen Chiquita estaba en la cuesta y el gentío que la acompañaba empezaba a llenar la explanada de la Cruz de los Ángeles expectante al momento de la llegada.

Sobre las diez de la noche, por fin llegaba la Virgen. Los “vivas” arreciaban y el paso se detenía unos metros antes de llegar a la puerta principal, delante del santuario.

Era entonces cuando su mayordomo bajaba a la Virgen y se la entregaba al hermano mayor, hasta que la oronda bondad de D. José Muñoz,  mítico capellán del templo y recordado cintero, paramentado con capa pluvial, la depositaba en el altar entre el fervor delirante y el repique de campanas, con  solemnidad, unción  y reverencia, como si llevara a Cristo hasta el sagrario en una custodia.

Mientras, desde el templete vacío ya, el mayordomo lanzaba a la gente los jazmines que traía la Virgen en el suelo de la peana. Y la mano de una madre que los cogía al vuelo guardándolos en un pañuelo hasta llegar a casa y ponerlos en un plato al lado de una estampa de la Virgen que le dieron ayer en la procesión, junto a la libra de cera.

Puede que por eso, para mí, el olor de la Cinta sea el de los jazmines, no el del nardo, que sí asocio a la Virgen Chiquita.

Es el mismo aroma que acompaña a la novena de este año  en el santuario, tan atípica, tan extraña, tan íntima, perfumada con el olor a los jazmines que desde los jardines que lo rodean, se cuela en el patio y en la ermita por las ventanas enrejadas del claustro,  evocando aquellas noches esperando a la Virgen Chiquita y acompañando a la Virgen de la Cinta en una ensoñación de colores como las luces que adornaban los árboles, eucaliptos y pinos, en torno a la ermita. Porque la Cinta es eso, volver a la niñez, sentir de nuevo la mano de tu madre agarrando la tuya, cerca del paso; o sentado sobre sus rodillas, como el Niño de la Virgen, esperando en el santuario a que llegara.

Porque las cosas de la Cinta hay que mirarlas con los ojos del tiempo y de las circunstancias. En la Cinta nada es desde siempre y no sé si algo será para siempre, salvo su inmensa devoción. La Cinta ha sobrevivido a modas y costumbres y será más ella cuanto menos se mimetice con otras formas de devoción, en todos sus aspectos, de cultos, estéticos, de las formas de expresión y manifestación. Cuanto menos se asemeje a ninguna otra, mejor.

 Porque se ha sabido adaptar a las necesidades, evoluciona, se transforma, permaneciendo fija e inalterable en el corazón de Huelva.

Como ha permanecido en mi memoria a través del tiempo el evocador y renovador aroma que perfuma un nuevo septiembre con esta devota, sentida y ancestral novena de jazmines.

miércoles, 5 de agosto de 2020

CARABELAS DE LA MEMORIA

                       

                        “…Agosto, colombino, universal…

                                        (Manuel Siurot)


Que el verano doblaba su ecuador lo anunciaban las tres carabelas de plata del Trofeo Colombino en el escaparate de Regente, con el punzón en la firma de los mejores orfebres y los mejores plateros, carabelas que ahora navegan en la memoria por el mar de la nostalgia cruzando los veranos de la infancia.

Agosto enseñaba la muleta y se abría de capa en la nueva plaza de toros recién inaugurada en el recinto colombino, primer recinto permanente en Andalucía para la celebración de las fiestas, del que solo vimos un cuarto del total proyectado y que pretendía dejar el monumental y efímero coso taurino en el centro del recinto ferial.

El cielo de farolillos blancos y azules se agitaba de vez en cuando con algún golpe de brisa que llegaba de la ría. Por el suelo rodaban papelillos y serpentinas de la cabalgata colombina que acababa de pasar desbordante de motivos americanistas que cada año daba forma la inagotable imaginación de Castro, y algunos años hasta con las “majjorettes” de Montpelier desfilando, falda corta y botas altas, con una legión de chavales detrás.

Eran días de mañanas en la playa y tarde en los cacharritos (entonces no existía ni se decía eso de “calle del infierno”), días de canoas de Punta Umbría y barcos de guerra empavesados con las banderas del código internacional y luz a bordo atracado en el muelle de Levante, con coche oficial aparcado a pie de la escala  con el banderín de España con tres círculos negros que anunciaba la presencia del almirante con mando en la zona.

De brillantes actos institucionales de la Real Sociedad Colombina Onubense en la Cinta y en el claustro de la Rábida.

Noches de cena de gala el día tres de agosto,  de señores de esmoquin de verano,  con chaqueta blanca, y señoras de traje largo y chal.

Colombinas con Lola Flores atronando en el tablado de la caseta popular y Juana Reina enseñoreándose en el escenario de la municipal…Y la Moni, cantando por Perlita de Huelva, la más artista de las tres, y que los críos mirábamos desde fuera de la caseta por la celosía de cemento. Y en una esquina, el fotógrafo que retratabaaba a los niños toreando un morlaco de cartón piedra y, más al fondo,  tómbolas ruidosas anunciando tres papeletas por un duro… De coches topes (eso de autos de choque era más moderno), de látigo y noria que ofrecía las mejores vistas de las luces del ferial.

 Eran las “Culumbinas” populares de pollo asado en la caseta de Fertiberia, ponche en “El Navajazo”, Cariñena en “Los Maños”, alfajores de Valverde, puestos de chufas (arcatufas) mojadas, gajos de coco, algodón dulce, y turrón de Castuera que se le compraba a las abuelas a última hora, antes de regresar a casa.

Noches de enormes colas en la parada del autobús, adornados con banderitas de Huelva, para volver a casa de madrugada. Y Colombinas con broche de oro  con los fuegos artificiales de Riquelme, que fabricaba en el taller que tenía en los huertos del Conquero…

Con el último estruendo de la traca final, parecía que Huelva se hubiera vuelto políglota. Por la radio, por la calle, se oían nombres de difícil pronunciación, extraños, rudos, raros… Újpest Dósza, Tsska de Moscú, Dínamo de Tibilisis, Slovan de Bratislava, nombres tan duros que eran capaces de traspasar un Telón de Acero y que se unían a nombres más conocidos y familiares como Bayern, River Plate, Sao Paulo, Bemfica, Vasco de Gama, Anderlech, Nottingan, Manchester… y por supuesto con nombres de aquí, Recreativo, Atlétic, Real Sociedad, Atlético, Sevilla, Betis, Barcelona, Valencia, Osasuna o Real Madrid… Era el Trofeo Colombino en todo su esplendor.

 Si alguna vez en Televisión Española prestaban atención a Huelva, era por estas fechas y mostraba un estadio Colombino vibrante, abarrotado, con increíble  ambiente dentro y fuera, donde alrededor esperaban las mujeres y los chiquillos a los padres para cenar en los bares de alrededor entre eliminatoria y eliminatoria, entre partido de consolación y gran final. 

A cenar en los bares o los que tenían más suerte, en los aparcamientos de detrás de la tribuna donde Enrique Rodríguez Pelayo traía su Land Rover con avituallamiento de su cafetería de la Gran Vía, a ver si nos vamos a creer que eso del “catering” se ha inventado ahora…

Y la vuelta de honor al campo de una carabela de plata donde se reflejaban los fuegos artificiales de la entrega de trofeos, carabela que muchas veces ponía proa a países lejanos en manos de un equipo de fútbol de nombre impronunciable.

Agosto maduraba  en la romería de Palos en la Rábida y en la procesión de la Virgen del Carmen por la ría de Punta Umbría, y en el esplendor de la procesión de la Virgen de la Bella en Lepe, donde esa noche, en el Club Raúl, indefectiblemente, cantaban Mocedades, Rocío Jurado  o Raphael, tantas veces, que parecía que estuvieran fijos en plantilla. Todo un lujo.

Recuerdos  de una Huelva, dicen que en blanco y negro, como aquellas imágenes de Televisión Española, pero que yo la recuerdo en vivos colores, y aunque a veces ya haga agua, siguen navegando conmigo en la carabela feliz de mi memoria de niño (todavía el sadismo de El Corte Inglés no amargaba a los chiquillos las vacaciones de verano anunciando la “vuelta al cole” desde el uno de agosto).

Cuando ya agosto se acodaba en tablas resistiéndose a doblar las rodillas, bajaba a Huelva la Virgen de la Cinta, solo entonces se barruntaba ya, aunque lejano todavía, el final del verano. Pero esa es otra historia, otra singladura, otro mar que cruzar  en la carabela de la memoria. Y, si Dios quiere,  lo navegaremos en septiembre.


domingo, 2 de agosto de 2020

COMO EL ANÍS ONUBA



Uno de mis grandes placeres del verano es poder desayunar, tranquilamente y sin prisas, un café con calentitos de cualquiera de las excelentes churrerías que tenemos en Huelva, que ríase usted de las magníficas porras del Maestro Churrero que está en la plaza de Jacinto Benavente en Madrid.

Y ya, si ese desayuno se remata con una copita de anís, Onuba,  por supuesto, supone la dicha completa. Más de Huelva, imposible. Tanto que si usted lee la etiqueta del anisado, estará viendo nuestra propia realidad, la realidad de nuestra ciudad, de nuestra provincia,  la caricatura de lo que fuimos, la cruda realidad de lo que somos.

Resulta que este producto tradicionalmente tan nuestro pertenece ahora a una destilería de Cádiz y está embotellado en Ciudad Real. No me digan que no es una radiografía actual de nosotros mismos. No me digan que no es un fiel reflejo de, por ejemplo, la descomposición por necrosis del tejido comercial del centro de Huelva, es decir, de su lenta agonía, de su muerte, al parecer inevitable.

Este fenómeno de desnaturalización del centro de las ciudades no es exclusivamente nuestro, es cierto. Pero en otras cuentan con un patrimonio monumental que hace que los cascos históricos sigan vivos, aunque se conviertan en parques temáticos para turistas de mochila, sangría y paella “contrahecha”.

Somos lo que somos y tenemos lo que tenemos, que de ninguna manera es poco, ni mucho menos. Pero no es admisible que se tarde menos tiempo en coger un avión desde Faro, volar a París, hacer una gestión en el edificio Montparnase, al fondo de les Champs Elisées, según se mira, a la derecha, y volver a Huelva el mismo día que coger el Alvia a Madrid y tener que esperar al día siguiente para volver, si antes no te deja tirado en mitad de La Mancha a cuarenta y pico grados, y sin sombra…

Porque hay que poner en valor ese increíble mirador de dos kilómetros que es El Conquero, del que todos presumimos pero donde nunca veo a nadie paseándolo.
Construir esos solares en pleno centro que llevan años dando aspecto de ciudad bombardeada en no sé qué guerra mundial, sería un punto.

Es doloroso alardear de gambas, cigalas, langostinos, bogavantes, cuando la economía de gran parte de la población solo alcanza a poder rechupetear caracoles en un bar con azulejos de cuarto de baño en la barra…

No deberíamos acostumbrarnos a ver cómo instalan enormes grúas en edificios emblemáticos para su demorada restauración un mes antes de las elecciones y ver cómo las vuelven a quitar un rato después de cerrarse los colegios electorales. Bienvenidos sean todos los nuevos museos, aunque al de siempre no vaya nadie.

Algo hay de suicidio, o al menos de tiro en el pie, consentir, al lado de un edificio emblemático, la agresión visual de un nuevo comercio con aroma y luminotecnia propia de Times Square de Nueva York o del Piccadilly Circus londinense; una cosa catetísima…

O permitir que el escaso margen del muelle de Levante, el de las canoas, otro increíble mirador, lo ocupen las mesas de dos bares, como si fuera propiedad privada. Muelle donde cada vez atracan menos barcos pesqueros desde aquel lejano tiempo ya de los humillantes para España conciertos de pesca con los países del norte de África, de “nuestros hermanos magrebíes”, que nos tienen cogido por los huevos (de choco) con la bendición de la Unión Europea.

¿Alguien concibe bonito que la placita del alcalde Coto Mora, quizás la más bonita de la ciudad esté tomada literalmente por mesas y veladores?

No es de recibo que toda una catedral esté escondida detrás de una plaza llena de obstáculos, donde ningún niño puede jugar si no quiere acabar en la urgencia del Juan Ramón Jiménez; plaza que, según declaraciones de un reputado arquitecto, solo tendría solución volándola y dejándola como antes de su construcción.

Haríamos bien en volver a reivindicar nuestra vocación americanista, descubridora, la que propició el avance del mundo e hizo que América figurase en los mapas. Ahora que las estatuas de Colón ruedan por los suelos de medio mundo. A ver si cualquier iluminado o iluminada, como en cierto parlamento que yo me sé, no propone arrinconar a colón en algún almacén municipal, tapado con una lona de ignorancia y sectarismo.

Asistimos impasibles a la desaparición de un elemento orográfico tan peculiar, tan nuestro, como los cabezos, que de tanto peinarlos acabaremos calvos, disimulando eespués la trágica alopecia con la peluca de mamotréticos bloques de viviendas.
Y es que en el fondo, como dice mi dilecto Nacho Molina, es también cuestión de gusto, de mal gusto, para ser más exacto.

Solo los tontos encuentran soluciones fáciles a problemas graves. La complejidad económica es evidente. Pero algo habrá que hacer, solo el turismo no nos puede salvar, a un virus simplemente me remito. No solo podemos esperar que nos embotellen las soluciones en Madrid ni que nos compre una destilería en Sevilla. ¿Se me entiende?

Las posibilidades de esta bendita tierra son enormes, pero mayor aún es nuestra indolencia apoyados en la barra de chapa de la desidia y tragándonos a sorbitos el ponche de la dejadez, masticando trocitos del ancestral ninguneo de las administraciones, que como el antes moguereño anís Onuba, ahora no depende de nosotros, sino que nos viene de fuera. Aunque siga estando igual de rico, no me sabe igual. Estamos condenados a esperar las limosnas del señorito estado.

Es triste pasear por el centro de Huelva comprobando cómo día a día se va viendo más locales vacíos, porque como dice la canción “al fin la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas, esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón…” Y ya son demasiadas punzadas en el corazón de una ciudad, que al menos en lo económico, en lo comercial, agoniza lentamente.

Y no se te ocurra denunciar ni criticar nada, que entonces es que tú no quieres a Huelva. Lo de siempre, qué dolor de tierra mía…

viernes, 17 de julio de 2020

CARTA A D. JOSÉ VILAPLANA BLASCO



Excmo. Sr., D. José Vilaplana Blasco, hasta hoy padre y pastor de la Iglesia Onubense:

Ante todo espero disculpe el atrevimiento de dirigirme a usted públicamente, pero quisiera decirle por escrito lo que a lo mejor por pudor no le he podido expresar personalmente.

Cuando SS el papa Francisco pedía sacerdotes que “oliesen a oveja” parece que pensara en usted. Pocos obispos he visto que se hayan implicado tanto y que se hayan ganado el corazón de Huelva, que a veces late de forma digamos que peculiar, como lo ha hecho usted.

Y digo que se ha implicado porque no conozco parcela de la Iglesia onubense donde no haya dejado huella ni le haya demostrado el reconocimiento a su labor; su cercanía , amabilidad, disposición, afecto, comprensión, consejo, aliento y apoyo han sido proverbiales.

Le he visto presidir un acto académico con la misma dignidad que lo he visto a deshoras de la noche en mitad de un coro en el ensayo de una banda de cornetas y tambores; le he visto acercarse a los ensayos de costaleros, incluso bajo la lluvia;  me lo he encontrado perdido entre la multitud viendo pasar una cofradía; y predicar en los cultos tratando a todos por igual. Soy cofrade, conozco el paño, créame, y sé los muchos quebraderos de cabeza que le hemos provocado, pero que, con la bondad y la paciencia que ha demostrado, ha sabido reconducir.

Le he visto visitando un colegio ser recibido por un claustro de profesores, con diversidad de pareces y de ideas, aportando, alentando a todos.

Nadie podrá decir que haya cosechado de usted un no por respuesta cuando se le ha requerido, ya sea para actos multitudinarios, visibles,  como otros íntimos, casi familiares.

No debo de andar muy lejos de la verdad cuando Huelva, a veces tan cicatera y lenta para sus cosas, ha sabido reaccionar decidida y unánimemente ante la petición de una calle con su nombre, donde perpetuar nuestro sincero agradecimiento.

Hoy se despide a los pies de Nuestra Señora de la Cinta, a la que tanto ha servido y tanto amor le ha dispensado, contribuyendo de forma ejemplar a potenciar sus cultos y su devoción.
Huelva no encontrará mejor cicerone para explicar la grandeza de Nuestra Señora y que pueda explicar con tanta curiosidad y entusiasmo a quienes nos visitan de fuera el hecho singular del Niño desnudo pero con zapatos puestos, enseñándonos a servir a la iglesia desvalida con el oro de la caridad y el servicio a los más necesitados.

 Muchas veces le he visto pasear con parsimonia por los jardines de la Cinta, orando, meditando como un monje por la huerta de su cenobio. Y ahí, literalmente ahí, también dejará huella plantando un rosal que perfumará un rincón de la ermita que le recordará para siempre.

Hoy se nos marcha un buen pastor, con las tareas hechas (siempre queda alguna cosilla por hacer) y habiendo dejado bien abonada esta tierra, a veces dura y difícil, donde D. Santiago, su sucesor, podrá seguir sembrando la Palabra.

Si decidiera seguir entre nosotros hasta que Dios Nuestro Señor lo quiera, seguro que encontraremos en usted a un onubense más enamorado de esta tierra de María Santísima a la que sirvió diligentemente, a una Huelva que siempre le estará agradecida.
La amabilidad, la afabilidad y el cariño que siempre nos ha dispensado, y mil veces demostrado, será difícil de olvidar.

Reciba en su despedida, querido D. José, con un beso en su anillo, un cordial y afectuoso saludo. Que el Señor y la Santísima Virgen le guarden siempre.

domingo, 14 de junio de 2020

JOSÉ ANTONIO DE LA CASTA Y MARTILLO DE LA ESPIGA





A José Antonio de la Casta y Martillo de la Espiga lo de la política le viene de cuna, de cuna de madera oscura, como de mueble de despacho oficial, con balcones con cortinas de damasco burdeos y vistas a la Gran Vía, con mesa-bureau tallada y bandera de España con águila en el escudo, que ocupaba su padre.

José Antonio de chico estudió en un colegio de pago, religioso, de los que se formaba militarmente por las mañanas en el patio antes de entrar en clase y se cantaba el Cara al Sol. Lo contrario que su amigo Francisco García López, que estudió en un colegio de su barrio, que la única relación que tenía con la religión era un azulejito de tres losas de la Virgen de la Cinta que había en el patio.

A pesar de proceder de muy distintos ambientes, familiares y sociales, José Antonio y Paco desde bien chicos formaban parte de un mismo grupo de amigos, de la misma pandilla, esa que marca de por vida, la que compartían juegos al salir de clase, los primeros cigarritos Benson & Hedges , esos del paquete dorado que Paco le cogía a su padre de los cartones que traía  cada turno en un barco desde Canarias; los que hacían la mona para ver desde el cabezo de la Joya cómo hacían gimnasia  las niñas del Santo Ángel, con camiseta blanca ajustada y holgados puchos azules; la de los castigos colectivos en clase en la hora de estudio por la carcajada provocada por la gansada de alguno; la de los primeros acercamiento a las cofradías, la de películas en los Maristas los domingos por la tarde… La pandilla que iba, alentados por José Antonio (que tenía no sé qué cargo) a los campamentos de la O.J.E. , en Mazagón, menos Paquito, porque como cantaba su tocayo  Paco Ibáñez en La mala reputación,  “la música militar nunca lo supo levantar”…Hasta que hizo la mili, cosa de la que se libró José Antonio por intercesión de su padre, D. Augusto de la Casta Vertical ante un amigo íntimo que tenía en Capitanía General.

Antológica aquellas Colombinas en la que la pandilla tenía que esperar mirando por la celosía de la caseta municipal a que José Antonio terminara la cena de gala para irse juntos a los cacharritos y a la caseta popular a tomar cubatas de garrafón, cena de gala a la que su padre iba con chaqueta blanca y palomilla y su señora madre, Doña Rosario Martillo de la Espiga y Barragán, asistía de traje largo y chal.

Josan, como le llamaban los amigos, nunca fue buen estudiante. En el instituto del Conquero donde cursó el bachillerato empezó a apuntar maneras. A pesar de ser más perro que ángel de la guarda de los Kennedy, siempre salía de delegado de curso. Sabía pelotear de tal manera al profesorado, que se le caía la baba, sobre todo a la “profesorada”. Era de los que agitaba por detrás, engatusaba a los más tontones, y luego se guarecía en la retaguardia. Las bofetadas se las llevaban los tontos mientras él se partía de la risa oyendo desde fuera, en la puerta del despacho del director, la bronca que se llevaban los otros.

Tanto y tan rápido aprendió el papel de líder, que la carrera de Magisterio la aprobó no estudiando en las aulas, sino hablando de política con los profesores en la cafetería de la Escuela Normal, que es lo que solían hacer los profesores, politizar hasta las tablas de multiplicar. Sin embargo, su amigo Paco logró aprobar su carrera sin que los profesores, al final del curso, le pusieran ni cara.

La noche del 23 de Febrero, nuestro carismático luchador por la democracia se solidarizó desde el salón de su chalé  con los compañeros que se fueron a Portugal hasta que pasara el susto, apareciendo luego con ellos  en la foto de portada de la hoja reivindicativa “Obreros marxistas en lucha”, con su hoz y su martillo, que hecha en ciclostil en la secretería, corría de mano en mano por la Normal de Magisterio.

Ya por aquel entonces Josan dejó de ir a misa de doce y en su lugar se paseaba por la calle Concepción con El País bajo el brazo. Súbitamente empezó a hablar en un andaluz tan acusado, tan de eses forzadas, tan cerrado, tan arrastrado, como el de la ministra Montero. Nombraba a Federico con tal familiaridad que parecía que hubiera estado con el poeta en Nueva York. Cuando no, recitaba a Alberti, y decía “gaviooootaa, gavioootaa” mirando a la lejanía poniendo los ojos en blanco, como si también hubiera sido Marinero en Tierra, y recitaba la Elejía a Ramón Sijé de Miguel Hernández enfatizando más, dramatizando más y echándole más ganas todavía que el de Jarcha… Pero tachaba de antiguo a Paquito por leer a Galdós, Fernán Caballero o, por supuesto, a Pemán.

Fue entonces cuando José Antonio determinó que los amigos le llamaran Patxi, que sonaba más combativo, más vasco y mucho más moderno y empezó a tomar referencia en su vida del Mayo Francés del 68, como si hubiera corrido delante de un gendarme en los Campos Elíseos de París, esquivando las pelotas de goma y los botes de humo,  cuando la única referencia de los sesenta que le habíamos oído hablar hasta entonces era de que “la Massiel” había ganado el festival de Eurovisión y de que su padre había estado en una recepción con Franco cuando vino a inaugurar una fábrica del polo, acontecimiento familiar que perpetuaron con una foto, más bien grandecita, que presidía el comedor de la casa.

Coincide este inesperado, pero perfectamente y milimétricamente estudiado cambio de Josan, ya reconvertido en Patxi, con la muerte del General Franco, en el tiempo que el dictador estuvo ingresado en el hospital de La Paz. En esas dos semanas, lista como el hambre, la familia de Patxi se olió el percal y Doña Rosario impidió que su esposo D. Augusto asistiera a la misa de difuntos que por el alma del Invicto Caudillo de la Patria (así nombraban a Franco en casa) se dijo en las Agustinas. Y guardó bajo siete llaves la foto de D. Augusto con el Generalísimo en la fábrica del polo.

Y,  hete aquí que por aquel entonces Patxi había hecho ya las prácticas de magisterio en un colegio, con niños de verdad y, habiendo descubierto la auténtica realidad de lo que es ser maestro, decidió que a los niños los aguantaran sus padres, tiró la tiza a tomar por culo y su papá lo colocó, cobrándose unos favores que le debían, en un sindicato vertical, y de ahí pasó a un despachito en  la delegación de Educación, pero como aspiraba todavía a más, andando el tiempo, se hizo liberado sindical, se compró una chaqueta de pana, un chaleco de cuello alto y empezó a llamar “compañero” a todo el mundo y así se perpetuó en la casta sindicalista, como su propio apellido indica.

Desde entonces, para vestir al santo, Patxi iba (casi) todas las mañanas a su despachito oficial, que decía Forges, en el Mini Morris rojo con el techo blanco que su padre le había regalado cuando cumplió veintiún años. En el cassette llevaba a Jaques Brel (aunque no sabía Francés), María del Mar Bonet (tampoco sabía catalán) y Quilapayún, con el Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, que escondiendo los discos de Karina, la había constituido como su música de cabecera, y llevaba en el capó propaganda de la próxima huelga general de turno.

No había manifa a la que no fuera, incluida la del Orgullo Gay…las vueltas que da la vida, con lo que Patxi se metía con los mariquitas en su etapa de estudiante, hasta hacerles la vida casi imposible; claro que entonces no existía eso del bulling.

Desde entonces, todo lo que no coincidía con su pensamiento era facha, carca, involucionista y retrógrado. Se alejó de las cofradías porque eran poco democráticas y se iba a su casa de la playa cuando llegaba Semana Santa. Una vez, entrevistado en una televisión local, poniendo pose de Isidoro Moreno, calificaba a las cofradías como “un movimiento curturá y sosiá der pueblo que refleja rasgoj antropolóogicoj que se identifica con la selebrasión de la primavera en el dejpertá de loj sentidoj y se materialisa en un rito inisiático sexuá de la juventú”…Lo de sexual lo diría por la de  rabos que Patxi ponía en la bulla de algunas recogidas…

Ahora, durante el confinamiento, que para mejor aislarse lo hizo en su chalé de los Pinos de Valverde con su compañera, sindicalista liberada también, estuvo ojo avizor en las redes sociales a la caza y captura de bulos que empañasen la espléndida gestión que su partido coaligado ha hecho de la pandemia. No pudo por menos que acordarse de cuando en su juventud también lavaba la imagen de la dictadura ensalzando sus logros y pegando carteles azules y rojos de Fuerza Nueva hasta su milagrosa reconversión en demócrata de toda la vida, cuando tuvo la habilidad de cambiarlo todo para que nada cambiara, para vivir en democracia lo mismo que su padre vivió en la dictadura: del cuento.

Y como no hay dos sin tres, su hijo Vladimir de la Casta, guapo chavalote con coleta y barba de tres días, es ya secretario local de un partido antisistema cuyo sistema es vivir sistemáticamente del cuento, para memoria de su abuelo (q.e.p.d.), alegría de su padre y orgullo de su abuela Dña. Rosario, que se ha teñido el pelo de violeta y ahora se hace llamar Chayo y que imparte cursos en las asociaciones de vecinos y vecinas bajo el sugerente título de “Sexualidad en la tercera edad: vagina matriarcal y orgasmo cósmico”, cuyo logotipo es una vulva (o sea, un papo) con un triángulo morado inscrito en su interior, cursillos, por supuesto, generosamente subvencionado por el sindicato de la casta.

Y a todo esto, el pobre de Paco, más quemado que el techo de La Casona y con más tiros dados que la ventana de un bosnio, sigue trabajando de maestro, aguantando el chaparrón, y esperando que los sindicatos del ramo trabajen por una vez y logren una ley que lo jubile dignamente y se dejen ya de tantas tonterías. Eso, si Dios no se lo lleva antes de un sofocón corrigiendo dictados con tantas faltas de ortografía, si es que antes ha sido capaz de entender la letra...